Capítulo XI. Entre el Cielo y el Infierno

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Asentí con resignación y le quité el mantel. Justo entonces escuché la puerta de mi habitación abrirse, y apareció Stefan con el pelo revuelto y embutido en mi pijama, que le venía grande. Miré al sacerdote Schäfer y vi que este miraba al chico con asombro, los ojos muy abiertos y la boca prieta. Luego me dirigió una mirada de horror y entendí lo que esa escena suponía. Negó con la cabeza y se dirigió a la salida. Me habría alegrado que se fuera de mi casa, pero no de esa manera.

—¡Deténgase, señor Schäfer, no es lo que usted cree!

Caminé con paso rápido hacia él, todo lo que el bastón y mi pierna me permitieron, y lo alcancé en la salida mientras abría la puerta, pero me apartó el brazo con un espaviento.

—¡Quítame las manos de encima!

Salió casi corriendo, y yo corrí tras él.

—¡El chico trabaja para mí, se quedó a dormir porque llovía! ¿Quiere hacer el favor de detenerse, que no ve que no puedo correr?

Schäfer hizo caso omiso de mi petición. Olvidé el bastón y comencé a correr conforme pude tras él. Peter solo caminaba rápido y yo estaba dando mi alma en aquel intento de alcanzarle, aun así me sacaba alguna distancia. No habría insistido tanto en darle explicaciones si fuera por mí, lo que pensara de mi persona me importaba lo mismo que el argumento de una novela romántica, pero no quería que hiciese circular rumores sobre Stefan y destrozar así su reputación y la buena imagen de su familia.

Mientras corría tras él me dio un calambre en la pierna y me caí al suelo. Pensé que ya no lograría detenerlo, pero Peter fue tocado por la gracia divina, para mi suerte, y tropezó en uno de los charcos escondidos: hundió un pie en el fango traicionero y se cayó de bruces al suelo. Y una vez cerca de él, quise ayudarle a salir, pero siguió pataleando y braceando las matas de hierba secas y el barro sin conseguir levantarse.

—Cuanto más se pelee con el barro más se estancará, deme la mano, por Dios.

—Ni se te ocurra pronunciar el nombre del Señor con tu indecente boca.

Le cogí del brazo y tiré con fuerza de él hasta sacarlo del charco, y lo dejé en el suelo con la toga toda perdida de tierra pantanosa. El sacerdote se sacudió las ropas sin éxito, tendría que volver al pueblo con los zapatos empapados. Lo ayudé a levantarse pero, una vez en pie, se apartó de mí.

—¿Ha visto ese charco? Bueno, es evidente que no. Pero imagínese qué hubiese sucedido si ese chico volviera a casa por la noche, en plena tormenta, y hubiese caído en uno de estos cenagales. ¿Podría escucharme por un momento y no ser tan malpensado?

El sacerdote me miró con desdén, pero no se atrevió a replicarme.

—Me da lo mismo lo que diga de mí por el pueblo, utilice mi nombre como ejemplo de mala conducta en la misa si quiere, pero ni se le ocurra hablar mal de ese chico porque le hará la vida imposible sin merecerlo. Y eso no va con usted, ¿verdad? Usted se encarga de decirle a la gente que sea buena con sus semejantes, no le haría mal a una familia tan respetada como los Schneider.

—Eres un degenerado, qué vas a entender tú de buenas acciones.

—Puede, pero ese chico no tiene nada que ver. No la tome con él, ¿quiere?

—La familia Schneider es una gran afiliada de la Iglesia, jamás se me ocurriría dudar de su virtud. Tú, en cambio, no me transmites ninguna confianza. Si me entero de que has corrompido otra alma inocente, me encargaré de ti en persona.

—Bien. —Hice una pausa para darle tiempo a cambiar de tema—. Escuche, señor Schäfer, a cambio de sacarle del charco le tengo que pedir un favor de vuelta, ahora que está aquí. Debo bajar al Infierno y necesito su ayuda.

HumoWhere stories live. Discover now