38. El príncipe y el narco

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Fausto.
Guadalajara, Jalisco. 10 de Mayo.
Mis hombres habían peinado la entera zona cuatro veces antes de cerrar el cementerio privado de la paz para mí.

Victoria a mi lado cabeceaba mientras la camioneta se movía entre las calles repletas de grandes tumbas y mausoleos de gente que alguna vez fue importante. Ella me quiso acompañar y desgraciadamente yo no le pude decir que no, ya que se sabia lo mucho que Victoria respetaba a mi madre aun en su tumba.

La camioneta Cheyenne se detuvo en una casa de tres pisos El mariachi hizo acto de presencia tocando las mejores melodías en este día especial.

La puerta blanca tenía un enorme arco de flores rosas. El color favorito de mi madre. Aún muerta le pondría los mejores lujos hasta que yo me reuniera con ella en las puertas del infierno.

Victoria abrió enormemente los ojos al ver a la delgada morocha sobre el pasto hablar animadamente con Vladimir al aire libre.

—A Carlota no le va a gustar que Nina este aquí—dijo Victoria malcriadamente y luego se arreglo el corto cabello negro ahora.

Otro de mis hombres abrió la puerta de la camioneta.

Antes de que mi hueca hermana pudiera bajar yo la tomé fuertemente por un brazo. —Es por eso que ella no se va a enterar— le susurré, Victoria asintió temerosa y yo la dejé ir.

Baje con una sonrisa forzada y comencé a saludar al resto de los que alguna vez fueron cercanos a Yvonne Ferrec. La mayoría mexicanos.

Nadie de la familia francesa de mi madre estaba presente. Pero no me importaba, ya que yo me encargaría de que ella siempre fuera recordada ante el mundo. Yo era su prueba viviente.

Seguí estrechando las manos de personas que no me conocían en lo absoluto. Pero los cuales habían estado durante mi crecimiento formando alianzas con mi padre a lo largo de sus carreras delictivas. Todos sabían que era mejor tener a los Villanueva de amigos.

Mi madre no era para nada como yo. Menos como Alejandro de Villanueva. Su vida nunca debió verse envuelta en nuestra guerra de sangre. Pero el egoísmo de los Villanueva siempre ganaba. Y esa vez no fue la excepción.

Mire de reojo a Victoria la cual acomodaba otro enorme ramo de flores blanco en la entrada del eterno hogar de Yvonne.

La madre de César y Victoria era una pueblerina de estas tierras. Había educado a sus hijos para seguir las órdenes de su padre, para gastar dinero más rápido de lo que lo generaban. A Victoria y Cesar se les había enseñado que el amor que Alejandro les tenia era dependiendo de cada dólar, joya y juguete que mi padre les daba a ambos.

Mi madre era demasiado humana frente a alguien como Claudia Nava, la madre de mis medios hermanos. Y la cual estaba más ocupada planeando sus próximas vacaciones de lujo que en formar parte de la vida de sus hijos.

Odiaba analizar que Indra me atraía por recordarme tanto a Yvonne.

Ambas con la misma estupida fascinación porque yo aprendiera a convivir con animales, los intentos por hacerme reír y las pláticas para que me atreviera a desenvolver lo que más ocultaba dentro de mi.

Mi humanidad.

Pero las cosas no funcionaban así.

En cada abrazo que mi madre me daba cuando tenía pesadillas con los cuerpos que había visto ser desmembrados por sicarios, estaba Alejandro gritando que solo me hacía débil de esta manera. El necesitaba que su primogénito fuera duro. Inmune al dolor y el miedo.

En cada libro para colorear estaban las hojas arrancadas y quemadas para evitar volver a tocarlos. Todo a modo de advertencia frente a Yvonne Ferrec. Mi madre no tuvo la oportunidad de moldearme a su manera.

Prisioneros del poder ➀ #RomanceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora