Nadie más que tú

#oneshotXIV

Era mayo de 2022. Mónica y yo llevábamos casi seis años de relación, donde, sin lugar a dudas, habíamos sido felices a tiempo completo. Habíamos conseguido, con esfuerzo y mucha dedicación, vivir envueltas en una burbuja de amor absoluto, donde, a pesar de que lo que ella y yo teníamos era un secreto a voces, nunca hablamos públicamente de ello ni confirmamos nada. Así lo habíamos decidido al principio, cuando recientemente estábamos comenzando a salir; no queríamos negar lo innegable, pero tampoco queríamos hacer de nuestra relación algo al alcance y opinión de todo el mundo.

A excepción de un par de veces, siempre habíamos pasado desapercibidas en todos lados; algún medio nos había sacado fotos paseando, en la playa o incluso en algún restaurante o evento, pero nunca fueron especialmente comprometidas ni invadieron de ningún modo nuestra privacidad. Éramos unas afortunadas.

En el resto de ámbitos de nuestra vida todo también marchaba bien; tras el confinamiento debido a la pandemia, el cual nos mantuvo separadas casi cuatro meses en diferentes ciudades, tomamos la decisión de comprarnos una casa en Madrid. Hacía ya mucho que vivíamos bajo el mismo techo, pero todavía teníamos cada una su piso en lugares diferentes de la ciudad; queríamos tener un lugar donde amarnos a tiempo completo, donde nuestras cosas convivieran y nuestros perros corrieran. Un hogar.
Así lo hicimos, y tras mucho trabajo de mudanzas, compras, y organización comenzamos a vivir bajo aquellas cuatro paredes, queriéndonos tanto como siempre.

En cuanto al trabajo, las dos seguíamos envueltas en nuestras particulares vorágines; Mónica seguía cada fin de semana dando las noticias junto a Matías, compaginándolo con sus libros y colaboraciones en numerosos programas, podcasts y lugares varios. Yo, por mi parte, continuaba haciendo música y conciertos, que era lo que me hacía feliz; mi carrera, en cuestión de meses, pegó un fuerte salto al otro lado del charco, y como consecuencia, se organizaron una serie de visitas y viajes a múltiples países que me mantenían alejada de Madrid durante, en ocasiones, meses.

Para poder llevarlo de la mejor manera posible, antes de mi primera gran visita a América, organicé un precioso viaje para hacer con Mónica; íbamos a estar bastantes semanas sin vernos, e incluso, cuando volviera a Madrid, también nos iba a ser complicado disfrutar de tiempo de calidad juntas, debido a toda la cantidad de trabajo que íbamos a tener.

México fue nuestro destino; disfrutamos de más de diez días de amor puro, de playa en playa y restaurante en restaurante. Hicimos el amor a diario, nos recordamos todo lo que nos amábamos y nos pusimos morenas mientras, inevitablemente, nuestra cabeza pensaba en el crudo trago que íbamos a atravesar al volver a casa. Lo que no sabíamos, es que iba a ser tan jodidamente crudo.

Retomé la gira, tras unos meses de parón; hicimos varios conciertos estupendos que disfruté especialmente. Pero me faltaba una pieza fundamental en todos ellos.

-Creo que es mejor que no vaya, Vane -me dijo Mónica mientras deshacía la maleta, después de pasar un par de días en casa de sus padres.

-¿No te apetece? -pregunté -como son jueves y viernes, pensé que vendrías.

-Tengo mucho trabajo, cariño -se excusó -la próxima vez iré.

Y así, poco a poco, nos fuimos envolviendo en una rutina que pensé, de corazón, que nunca nos atraparía a nosotras. Aquellas semanas previas a mi gira de conciertos en América fueron especialmente duras. Ella pasaba mucho tiempo en Elche y yo en Málaga, y el tiempo que coincidíamos en Madrid era ocupado, en su mayoría, por el trabajo.

Una noche de domingo ella volvió de la redacción un poco más tarde de lo normal. Yo sabía que aquel momento, de volver a casa tras todo el fin de semana trabajando, era, con diferencia, el favorito de Mónica. Normalmente siempre la esperaba con algún detalle o sorpresa, como su cena preferida recién hecha, pero aquella noche fue la primera en años que no me apeteció hacerlo.