31. El límite de la lealtad

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Cristian siempre había sido un buen observador, porque la gente callada siempre era la más avispada en esos asuntos.

Cerré la puerta con pestillo una vez que comprobé que no había nadie en el pasillo, que Amanda no había salido de su cuarto para proseguir con la fiesta en nuestra habitación, y me giré hacia Carmen que se mantenía entretenida cambiando las sábanas de su cama. Provoqué un gruñido al sentarme sobre el colchón al descubierto, pero su rabia inicial se esfumó cuando palmeé el lugar a mi lado para que colocara su precioso trasero en él.

―¿Qué pasa? ―preguntó.

No sabría decir si fue mi silencio o mi vista perdida la que la alertó, pero bastó una mirada detallada de mi rostro para que su sonrisa se volviese una fina línea y sus ojos solo se centrasen en mí. Su persona favorita, según ella.

―Tengo un dilema ―respondí.

―Eso no es una sorpresa. ―Estuve a punto de indignarme, sin embargo, Carmen fue más rápida que yo y cortó de raíz cualquier intento mío por hacerlo―. No me vengas con milongas, Em. Tengo que soportar todos tus dilemas como tú aguantas los míos. Con los otros quizás te funcione, no conmigo. ¿Qué es esta vez?

―No es algo que te haya consultado antes.

―Uy, eso es raro. ―Frunció el ceño―. ¿Estás segura? ¿Segurísima?

―Mucho.

―Entonces, ¿qué ocurre?

―No sé cuánto de mí debo entregar en una relación sin que me dañe a mí misma ―susurré, tímida, asustada, porque lo estaba. Temía la forma en la que lo interpretase y me apresuré a aclarar―. Es decir, bueno, tú das buenos consejos. Siempre los has dado. Y ahora necesito uno. No sé si sería correcto entregar algo muy importante para mí si es para bien de una persona querida.

Carmen mantuvo el silencio de su parte por varios minutos. Tras ello, contestó con cuidado.

―¿Hay algún problema entre Cristian o tú? ¿O con Caos? ―indagó―. Tienes predilección por ese brujo, más que cualquier otro, lo cual no es ninguna sorpresa porque está buenísimo. Pero, tú ya me entiendes. ¿Hay algún problema?

―¡No! ¡No! ¡No! ―exclamé―. Simplemente, eso. ¿Dónde está el límite en una relación?

De nuevo, Carmen prefirió estar callada y meditar mis palabras.

―Soy una cerebrito, mi experiencia en el amor se resume en dos personas. Dos idiotas ―dijo con una mueca visible en el rostro―. Tampoco considero que alguien con mucha experiencia en esto fuese un buen consejero, ni uno ni otro. Es un conflicto de visiones... Em, yo te diría que el límite lo pones tú. ¿Hasta dónde te sientes cómoda dando? Una vez que te sientes forzada, eso ya no es bueno.

―¿Y si entrego tanto que me hago daño?

―Los errores están ahí. Son parte de la vida. En un punto inicial, al principio del camino, crees inútilmente que vas a deshacerte de ellos en algún momento de tu vida. Pero, te diré una cosa, nunca desaparecen. Se mantienen pegados a tu espalda, asfixiándote lentamente, y en los albores de tu muerte, los sentirás como pequeños puntos en tu cuerpo que te recuerdan las decisiones incorrectas que una vez hiciste. Las malas decisiones que una vez elegiste. Puntos negros, o líneas que se extienden lentamente hacia tu cuello y te ahogan ―habló―. El ser humano tarda en aprender que esos errores nunca se van, y en ese tiempo, el mismo mal del que uno se quiere desprender aprovecha su tormento para dañarlo todavía más. Lo mejor, por mucho que nos cueste porque somos bastante orgullosos por naturaleza, es admitir que están ahí y vivir con ellos de la forma más honrable que podamos. Puede que esas decisiones nos marcasen de por vida, pero eso no significa que nuestras vidas dependen de ellas.

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