13. Casa, dulce hogar

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La liebre movió la cabeza a un lado y luego al otro. Repitió el proceso un par de veces.

―¿Cómo has llegado aquí? ―pregunté en voz alta, mirando hacia el fondo del pasillo. No había nadie cerca y dudaba incluso de que quedase alguien en las habitaciones. Torquemada no se habría expuesto de esa manera, solo habría escogido el mejor escenario para hacer su aparición―. No sé qué tengo hacer.

En realidad, sí sabía.

Debía entrar al cuarto, meterme a la cama y no mirar atrás.

Una buena salida, sin duda, de no ser por los brillantes ojos que me observaban a unos metros, analizándome con tanto escrudiño que mi piel se erizó y el peso de mi aliento empezó a dejarme sin respiración, ahogándome lentamente bajo la mirada penetrante de un muerto revivido, de un alma salvada por Caos.

Cristian y Torquemada eran iguales.

Dos almas arrebatadas a la Muerte y devueltas a la parte de los vivos gracias a la magia de un monstruo que vivía en la frontera de dos mundos contrarios.

Al principio dudé. No tenía que acercarme, y mucho menos seguir entablando una conversación con ella, pero mi cuerpo parecía no responder a mis peticiones y la razón me abandonó cuando la distancia desapareció y me vi de agachada para estar a su altura.

―Me da pena dejarte aquí ―susurré, extendiendo la mano hacia su pequeña cabeza. La Emma que se escondía detrás del disfraz, la verdadera yo, sabía cuáles eran las zonas que Torquemada odiaba que cualquiera tocase y una de ellas era la misma a la que ahora se dirigían mis dedos. No iba a caer en una trampa tan fácil, no así. Marcus era un completo desconocido y seguiría siendo así―. No temas.

La magia de Caos no permitía a los animales hablar, no que yo supiera, pero era imposible no dirigirse a Torquemada como si fuera capaz de entenderme. Era intuitivo, normal para alguien que acostumbraba a tener mascotas...

―¡Auch!

Mi grito quedó a un lado cuando noté el hilo de sangre que sobresalía por mi dedo índice, era diminuto, pero cualquier herida podría...exponerme. Mierda. Escondí mi mano tras mi espalda rápidamente.

―Resultaste ser muy peleón ―comenté―. Tú mismo, conejo, ahí te quedas.

No iba a esperar a que otra cosa sucediera y las cosas se salieran de control.

La situación no estaba en para que me diese ese tipo de lujos.

Así que, con un suspiro, me despedí de Torquemada y tomé el camino de vuelta hacia mi cuarto. La liebre no se movió de su lugar, al final del pasillo, y se mantuvo allí hasta que la perdí de vista al cruzar el umbral de la puerta de la habitación. Mis ojos se mantuvieron fijos en su precioso pelaje antes de que mi reflejo en el espejo me diese la bienvenida.

CaosWhere stories live. Discover now