Cuentas

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Busqué en el armario la cinta plateada y ella me siguió con la mirada. 

—Ni se te ocurra gritar o te aseguro que haré de tus últimos momentos un infierno. Si eres juiciosa e inteligente, pondrás de tu parte y tal vez, te libere sin un rasguño, solo rellenita y contenta, a los brazos de tu marido.

—¡Mentiroso! Puedo ver maldad en tus ojos. Yo no te he hecho nada, ¿por qué me has hecho todo esto?

—No te he hecho nada malo. Digamos que te traje para que tuvieras unas vacaciones conmigo. Quería probar lo que por tanto tiempo había estado deseando, pero me temo que te quedaste corta. Gritas demasiado y estás muy usada, por lo que fue un poco decepcionante ese primer encuentro que debía ser inolvidable. Ahora calladita — le puse la cinta a vuelta y redonda en su boca, evitando que pudiera seguir protestando.

Su mirada llena de miedo y desdén era estremecedora.

—Esta vez no puedes hacer mucho escándalo. Mi muñequita está tratando de descansar, preparándose para la faena que nos espera mañana, así que no interrumpas su descanso.

Puse la rodilla en el borde de la cama, liberando esa erección que me traía loco.

—¿Ves esto? Esto es lo que ha provocado esa pequeña que, aún siendo inexperta en comparación a ti, te ha superado en muchos aspectos. Siempre me han gustado las mujeres mayores, por la experiencia y demás, pero es que esa chiquilla no tiene comparación alguna.

Solté una de sus manos, usando la misma soga para obligarla a moverse y ponerse boca abajo. Ya le tiene miedo a todo lo que cargue en las manos luego de aquel día.

—Levanta ese trasero. Muéstrame lo que tienes —tiré de su cintura hacia mí para elevar su trasero—. Deja de hacerte la difícil. Las cosas podrían ser peores. Si no cooperas y me mantienes contento, no vas a salir de aquí — usé el preservativo que tomé de mi gaveta antes de venir para acá, el mismo que me hubiera encantado tener cuando estuve en el cuarto de Ámbar.

¡Maldita sea! Cada vez que pienso en sus palabras, no hago otra cosa que desear que pasen las malditas horas y pueda tenerla solita para mí.

Curvó la espalda, chillando y temblando cuando lo sintió entrar por el agujero trasero. Imagino cuán abiertos debía tener los ojos. Era lo único que podía causarme algo en este momento.

Mendiga rabia y frustración atorada que tengo. No soporto la idea de que me haya impuesto ese ridículo trato con tal de salirse con la suya y que haya cedido como un idiota.

—Gánate la libertad. Muévete tú misma.

Ella intentaba evitarme, pero tiraba de sus caderas contra mí.

—Qué aburrido, Inés. ¿Esto es todo lo que tienes? No podría juzgar a tu marido si se consigue a otra que lo mueva mejor.

Oía sus quejidos y sollozos, la manera desesperada en que se buscaba agarrar firmemente del respaldo y tumbar su cuerpo. Así se mantuvo la gran parte del tiempo, hasta que perdió la fuerza y se resignó. Mi estamina y calentura estaban por las nubes, Ámbar era la culpable de eso, pues era a ella a quien imaginaba. No sé qué me ha hecho esa niña, pero me trae actuando como un idiota.

Sentía que estaba a punto de llegar al clímax, solo necesitaba un poco más de motivación, por eso me quité la camisa y la amarré a su cuello, tirando de ella con la misma excitación y rabia que traía acumulada. Sabía que me estaba desquitando con la persona incorrecta, pero ¿qué más puedo hacer? Las ganas de expulsar todo de mí eran más fuertes.

La falta de aire hace que todo su cuerpo se tense, especialmente esa zona que tan abierta he dejado. Oía sus débiles y suaves quejidos, la ardua batalla que estaba atravesando y de la cual estaba intrigado por saber si saldría o no victoriosa.

—Sí, así es que me encanta. ¿Ves? No es tan difícil apretarlo para mí. ¿Podrás ganar esta batalla, Inés? ¿Podrás soportar hasta que termine?

La respuesta la obtuve poco tiempo después, cuando dejé de oír sus suaves quejidos y dejó por completo de moverse. Me había quedado a medias. No tuve tiempo de terminar antes de que estirara la pata.

—¡Maldita seas, Inés! — refunfuñé. 

La noche fue larga, esta vez fui yo quien no descansó un comino, pero me reconfortaba el hecho de saber que había llegado el día más esperado. Despedimos a nuestros padres en la puerta principal. Ella se veía pensativa, como que le tomó por sorpresa enterarse de que ellos estarían fuera de la casa. Mi padre me volvió a hacer la advertencia, aunque fue con la mirada, pues es el único que hace que con solo una mirada, sienta innumerables cuchillas atravesarme. Ya estando solos, vi que tenía pensado subir las escaleras.

—¿A dónde vas, princesa?

—Voy a mi cuarto.

—Tengo un regalo para darte. Marce, trae la sorpresa para mi hermosa hermana.

Marce fue en busca del regalo que le preparé, la caja cuadrada donde guardé la cabeza de Inés. Cuando la abrió, se quedó patidifusa.

—En qué momento tu…

—Te he bajado la luna a los pies, tal y como lo pediste, ahora es tu turno de ponerte a mis pies, fierecilla. Ven, no seas tímida. Muéstrame todo lo que esa boquita habladora puede hacer.

Marce se me quedó viendo y presionó los labios.

—Quiero que todos los empleados se vayan de la casa. Quiero privacidad. Haz eso por mí, Marce. Despachalos a todos y que no regresen hasta el domingo en la noche.

—Enseguida, joven —ella se alejó de nosotros con la caja.

—N-no pensé que realmente lo harías… — cruzó los brazos a la espalda.

—Te sorprendería saber de lo que soy capaz por ti, mi reina—sonreí—. Basta de habladurías y ven con tu papi. Es momento de saldar nuestras cuentas pendientes.

Subió las escaleras corriendo y la observé sorprendido. ¿Y a esta qué le dio? ¿Será que sí se asustó? Espera un momento, espero no este huyendo para no cumplir con su parte.

—¿Así que mi fierecilla quiere jugar? Me parece perfecto. ¡Escóndete bien, porque tan pronto te encuentre y te atrape, no te dejaré escapar, mi reina! —reí.

No sé por qué me ha emocionado tanto este juego de las escondidas. Este fin de semana pinta a ser el mejor de todos.

Preludio I [✓]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora