13. La Bruja del Bosque.

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La Bruja del Bosque.

La Bruja del Bosque

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AGAR

Cuando era pequeña, todos los años, el día de la Santa Guardia, todas las personas que formabamos parte de la caravana compartíamos las tradiciones de nuestras raíces, de las tribus a las que alguna vez habíamos pertenecido.

En realidad eso era algo que hacíamos todos los días, con las historias en la fogata, o la forma de pesca que conocían mejor los miembros del Toberá, o los amuletos de protección que realizaban los Velquivas, pero ese día era una conmemoración especial.

En nuestra caravana solo viajábamos seis niños, y yo era la única que nunca salía a jugar con ellos, porque mamá decía que debía intruirme, nunca me decía para qué, solo que debía estar preparada.

La primera noche de primavera, donde la Madre renovaba las energías para el cambio, donde todos compartían sus historias y culturas de forma abierta, mamá me llevaba detrás de la carpa, para realizar un rito que ya conocía de memoria.

Tiraba laureles sobre mi cabeza, me colocaba un collar luego de darle tres vueltas y orabamos en el silencio del bosque.

No fue hasta que tuve ocho años que mamá respondió a mi pregunta, cuando quise saber para qué llevaba tanto tiempo preparándome.

Ella ni siquiera dudó cuando me sostuvo firme del brazo.

──Para recuperar lo que es nuestro, tú sabrás lo que debes hacer entonces.

Había sido instruida para la venganza.

Algunas noches, si me quedaba lo suficientemente dormida, todavía podía escuchar sus oraciones.

Una cortina difuminaba la balanza entre el mundo real y los sueños.

Mis párpados pesaban mientras intentaba despertar, la voz de un máster me advertía que debía descansar.

──Ya, ya, déjela en paz.

Estuve tentada a volver a cerrar los ojos al escuchar la voz profunda de Ciro, pero el hombre obedeció las órdenes de su soberano, y pronto el olor a sándalo fue demasiado como para fingir.

Me senté de forma abrupta, luchando contra el vaivén en mi cabeza, el aire frío se coló con rapidez una vez que Ciro abrió las ventanas que daban al balcón.

──Prenden una porquería y con eso eso arreglan todo ──se quejó, para variar.

Lo ignoré, a él y al mareo que me siguió mientras me colocaba un albornoz, y hasta cuando me refugié junto a la chimenea, de rodillas mientras extendía mis manos hacia el reconfortante calor del fuego.

Ciro se acercó como si también fuera mi rey, colocó dos dedos bajo mi mentón para alzar mi rostro, fingiendo una inspección de mi estado como si tuviera idea.
No dijo nada mientras sus ojos grises escrudiñaron mi apariencia cetrina.

Los Pecados que Pagan las BestiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora