Selección Múltiple

By mcanepa

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Veamos: mi padre me jodió la vida, mi carrera depende de un profesor que me odia, estoy obligado a trabajar c... More

Sinopsis
1 - Oportunidad imperdible
2 - Perspectiva laboral
3 - Boca a boca
4 - Bienvenido a bordo
5 - Sara
6 - Primera clase
7 - Insensible
8 - Propuesta indecente
9 - Desmadre
10 - Sabotaje
11 - Perro bruto
12 - Clase nocturna
13 - Colega del infierno
14 - Zancudo
15 - Reencuentros
16 - Sorpresa
17 - Café de máquina
18 - Desalineados
19 - De shopping
20 - Gesto inesperado
21 - Nubarrones
22 - Cumpleaños feliz
23 - Un día familiar
24 - En tus brazos
25 - No te acerques
26 - En su propia trampa
27 - Imprudente
28 - Princesas
29 - Epifanía
31 - Desayuno
32 - Lauren
33 - Tarjeta
34 - Ábreme
35 - Autobús
36 - Negociaciones
37 - Intimidad
38 - Dividido
39 - Consejo
40 - Cuarentena
41 - Teppanyaki
42 - Papá
43 - Paseo del Ombligo
44 - Baila conmigo
45 - Remordimiento
46 - Buenos días
47 - En la playa
48 - Dímelo
49 - Maletas
50 - Lamiendo heridas
51 - Golpe bajo
52 - Café de grano
53 - Quiltro
54 - Vértigo
55 - Manos vacías
56 - Resolución
57 - Esperanza
58 - Al desnudo
59 - En pedazos
60 - Sala de espera
61 - Muy cerca
62 - Bienal
63
64 - Último adiós
65 - De toda justicia
66 - Cerrando capítulos

30 - La cita

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By mcanepa

Me presenté en el departamento de Sara precisamente a las 11.00 am del sábado, vistiendo lo mejorcito que tenía en mi poco glamoroso clóset: una camisa negra ajustada sin mucho uso, unos jeans relativamente nuevos y mis zapatos de cuero café. Como no tenía ninguna chaqueta decente, había prescindido de ella, a pesar del frío. Me había quitado el parche pese a que mi ceja aún no sanaba del todo y había pasado la última hora en una barbería cercana, recibiendo una acicalada generalizada, con resultados bastante satisfactorios. Como último preparativo había comprado una rosa a un vendedor callejero. 

Toqué el timbre y esperé. Le había enviado un mensaje intencionalmente misterioso unas horas antes, anunciando únicamente que iba en camino y que estuviera lista.

La puerta se abrió y detrás de ella Sara apareció luciendo un breve y hermoso vestido azul oscuro, ligeramente aterciopelado, con un muy bello escote atado al cuello que dejaba al descubierto sus hombros y un trozo no despreciable de su espalda. Se había tomado el pelo, despejando la vista a su grácil figura. Un delicado colgante en su cuello hacía juego con sus aretes. Lucía sencillamente hermosa, pero su rostro era grave y sus ojos me miraban con desconfianza. Parecía casi agazapada dentro de sí.

Poniendo mi mejor sonrisa y sin decir palabra, le extendí la rosa que ocultaba a mis espaldas, medio esperando que la tirara volando por mi cabeza. La transformación de su rostro al verla fue total, transmutándose primero en sorpresa, luego en alivio y finalmente en un manantial de emociones que llenó sus ojos de lágrimas, mientras intentaba pronunciar algo parecido a un "gracias". La envolví en mis brazos sorprendido y dejé que se desahogara contra mi pecho. Cuando sentí que su tormenta emocional había cesado, la despegué de mi cuerpo tomándola por los hombros y la miré a los ojos, interrogante.

—Perdona... —explicó—. No estaba segura de a qué venías y me arreglé y todo, pero a la vez pensaba que... temí que solo vinieras a decirme... a decir que tu ya no...

—¿Que no quería verte más? —Asintió con la cabeza— ¡Ay Sara! ¡No! Perdona, jamás se me ocurrió que pensarías eso, no te hubiese mandado ese mensaje...

—No pasa nada, soy una tonta. Discúlpame —dijo sacando un pañuelito de su cartera y secándose los ojos—. La verdad he estado toda la semana aterrada de que ya te hubieras aburrido de mí, por eso no me atrevía a acercarme. Y no parecía que te importara.

Me sentí una mierda. Mi plan comenzaba con el pie izquierdo, como casi todas las cosas en mi vida, pero debía seguir adelante.

—Sara, sí me importó. Me importó tanto que hoy estoy aquí, dispuesto a corregir todos mis errores de una vez por todas. ¿Estás lista?

—Lista... pero no sé para qué.

—Esa es la idea —le ofrecí mi mano, volviendo a sonreír. Ella dudó un segundo, dejó la rosa en el mueble de la entrada, cerró la puerta y se dejó llevar. Bajamos a la calle, donde pese a un sol radiante estaba bastante fresco. Sara se entumeció de inmediato, livianamente vestida como iba. Le ofrecí volver por un abrigo, pero se negó, así que en lugar de eso cruzamos la calle hacia el lado donde daba el sol. Allí la sensación térmica era mucho más agradable. A continuación la guié siempre tomada de mi mano hacia el parque que bordeaba el río, admirando cada tanto las curvas de su cuerpo y el extenso trozo de su espalda, cuello y hombros que su vestido y pelo tomado dejaban al desnudo.

—Estás realmente hermosa —le dije lamentando no tener dotes de poeta para describir apropiadamente lo espectacular que se veía.

—Y tú guapísimo —respondió con una encantadora sonrisa. Acto seguido se pegó mucho a mi brazo, apoyando la cabeza en mi hombro.

Una vez en el parque paseé con ella en silencio, disfrutando el olor a pasto recién cortado y el sol invernal, hasta que llegamos a una gran pileta con chorros de agua danzantes. Instalándola en una banca, me senté junto a ella y tomé sus manos. Inspirando profundamente me apresté a soltar el discurso que tenía preparado.

—Sara... no me he portado muy bien contigo. Creo que no he estado a la altura.

Ella desvió la mirada hacia sus manos, que jugueteaban con las mías. Su falta de respuesta me indicó que estaba de acuerdo y que esperaba oír lo siguiente.

—Seguramente te has estado preguntando por qué he sido tan esquivo contigo, por qué me cuesta tanto entregarme más abiertamente... La verdad es que yo me preguntaba lo mismo y no tenía respuesta. O al menos, no una respuesta sincera. —Ella seguía con la cabeza gacha, escuchando en silencio. Desvié la mirada hacia la fuente para pensar con más claridad—. Creo que he pasado tanto tiempo solo que me había acostumbrado a eso. Se había vuelto cómodo no tener que responderle nadie, no deberle nada a nadie, no preocuparme por nadie. Y luego apareces tú y me remueves el mundo y yo no... no sé. No estaba listo.

Odiaba como estaba resultando mi discurso, las palabras no fluían. La miré de reojo y descubrí sus ojos mirándome con ternura y con ello me volvió el alma al cuerpo. Me volví a mirarla más abiertamente.

—El punto es que he sido un cobarde y un inmaduro. Me he estado mintiendo, diciéndome que mantenerte lejos era lo mejor para ti, cuando en realidad era lo más cómodo para mí, y al hacerlo te he hecho daño. Y ya no quiero hacerte daño más, porque por fin me he dado cuenta que estoy dejando fuera de mi vida a lo mejor que hay en ella.

Sara sonrió con dulzura, sus ojos tornándose vidriosos.

—No sé si estarías dispuesta a... o sea, entiendo si prefieres dejarlo hasta aquí, pero me gustaría que tú y yo... ya sabes, volviéramos a empezar... desde cero. Quisiera hacer esto como corresponde... si tú estás de acuerdo. ¿Querrías?

Guardó silencio por algunos segundos que se me hicieron eternos.

—Claro que quiero, tonto —dijo casi en un susurro.

—Bien, en ese caso: Gabriel Villagra, mucho gusto. —Tomé su mano como en un saludo.

—Mucho gusto, pero ya te conozco Gabriel, vengo mirándote desde mi primer día en la universidad. Me alegra que al fin te fijes en mí. Me llamo Sara.

—¿En serio? —Su revelación me pilló por sorpresa.

Ella asintió con la cabeza, ruborizándose.

—Desde el primer día. Pero te veías tan inalcanzable... no tenía ninguna excusa para acercarme y cada vez que intenté hacerlo me trataste como si ni siquiera existiera. Así que me conformé con mirarte desde lejos.

Parpadeé con expresión estúpida, intentando recordar alguna ocasión en que siquiera hubiese hablado con ella antes de nuestra primera sesión de estudio. No daba con ningún recuerdo y aquello me hacía sentir como una horrible persona.

—Vaya, Sara, perdóname. No era mi intención...

—Hasta que empezaste a dar clases y vi la oportunidad perfecta de llamar tu atención.

La miré boquiabierto.

—¿Entonces era mentira que necesitaras clases?

—Sí... o sea, no. Sí necesitaba clases, pero no fue por eso que te elegí como profesor. Aunque de verdad lo haces excelente. Las clases. No lo otro. O sea, no sé. No es que... ¡Ay! ¡Nada! —se mordió los labios rojísima.

No podía creer lo que estaba oyendo. ¿Cómo podía no haber notado nada en todos esos años? ¿De qué otras cosas no me había dado cuenta?

—¿Te molestó lo que dije? —preguntó estudiando mi rostro.

—No, solo me sorprendió. La verdad me siento halagado. Normalmente son las mujeres las que llaman la atención de los hombres, no al revés. No creí poder provocar eso en una chica.

—¿Una? Se ve que no has estado poniendo atención —dijo en tono más serio. Decidí dejar pasar el comentario y reencauzar la discusión.

—En cualquier caso, me alegra que te hayas atrevido a acercarte. Y que me hayas aguantado todas las estupideces que he hecho.

—Gabriel, ya basta de disculpas.

Sacudí la cabeza para que se callara.

—Ahora quiero merecerte en serio. Quiero jugármela. Sin miedo, sin medias tintas. —Volví a tomar sus manos y la miré directamente a los ojos—. Quiero que seas mi novia, Sara. Oficialmente. ¿Aceptas?

Su espalda se puso muy recta, su boca formó una O y sus ojos se abrieron tan grandes como les era posible. Luego sus comisuras se fueron dilatando hasta formar una hermosa sonrisa que contagió al resto de su rostro.

—¡Ay Gabriel! ¡Sí! ¡Obvio que sí! —dijo colgándose de mi cuello, feliz.

Me puse de pie con ella aún abrazada de mí y la besé en los labios, rodeando su livianísimo cuerpo con mis manos. La piel de su espalda estaba helada, al igual que la de sus brazos. Me di cuenta que incluso al sol su vestido era insuficiente para mantenerla abrigada. Se estaba torturando para verse bella para mí. Una nueva oleada de ternura me invadió y la abracé muy fuerte.

—Gracias. Eres de verdad increíble —susurré en su oído. Ella separó su cara un poco para poder verme a los ojos y me regaló otra de sus sonrisas-derrite-corazones y un beso en la frente.

Me encantaba su cercanía, pero no quería que se siguiera helando a la intemperie.

—¿Tienes hambre?

—Mucha. La verdad no desayuné, tenía el estómago revuelto por los nervios.

—¡Perfecto!... O sea, perfecto que tengas hambre, no lo de los nervios. Ven.

Ella rio. La tomé de la mano y nos conduje hasta uno de los restaurantes frente a la costanera, que siempre había mirado con interés, pero al que jamás me había atrevido a entrar porque claramente estaba muy por sobre el presupuesto de un estudiante. Supuse que una ocasión especial como esta ameritaba el sacrificio.

Apenas puse un pie adentro me sentí instantáneamente fuera de lugar. La mayoría de los comensales eran parejas cincuentonas y grupos de ejecutivos con aspecto de mucha importancia, claramente cerrando la venta de una mina de oro, una isla privada, un container de esclavos o algo por el estilo. Intentando fingir confianza quise entrar directamente a una mesa vacía, pero una recepcionista me paró en seco.

—Bienvenido. ¿Tiene reserva?

—Eh... no... ¿es con reserva? —pregunté estúpidamente.

—Normalmente sí, pero puede que tengamos alguna mesa disponible. ¿Son dos?

—Sí, dos —respondí nervioso. La mujer se puso a revisar un listado. Di un vistazo a Sara para ver si estaba detectando lo pobremente que me estaba desenvolviendo, pero ella miraba alrededor maravillada, admirando la sofisticada arquitectura y decoración del lugar. Pensé, viéndola relucir en su vestido, que en realidad era ella lo más hermoso en todo el restaurante. Más valía que consiguiera entrar, ahora sería difícil entusiasmarla con almorzar en el carro de salchichas de la esquina.

—Sí, se canceló una reserva hace poco —dijo la recepcionista con una sonrisa amable—. Adelante.

La mesera nos condujo hasta un íntimo y tenuemente iluminado rincón que yo mismo no podría haber elegido mejor y dispuso las cartas frente a nosotros. Sara dejó por un segundo de admirar todo a su alrededor para fijarse en mí, sonrió excitada y susurró un "¡me encanta!". Yo sonreí de vuelta, orgulloso y abrí la carta. Apenas puse los ojos en los precios mi estómago llegó hasta más abajo de la silla y mi cabeza comenzó a dar vueltas. Era infinitamente más caro de lo que imaginaba. Empecé a sudar frío intentando calcular si lo que traía era suficiente para pagar la cena o me vería en la humillante necesidad de salir a buscar más dinero. No tenía tarjeta bancaria y el grueso de mis ingresos como profesor particular estaba guardado en mi casillero.

Sara inspeccionaba la carta fascinada y yo intentaba adivinar qué cosa llamaría su atención, rezando por que no fuera alguno de los platos más caros. No entendía cómo cabían tantos ceros en tan poco espacio. Intentaba encontrar alguna forma digna de proponerle a Sara que nos fuéramos cuando la mesera reapareció para pedir nuestra orden. Entrando en pánico miré la carta rápidamente y escogí lo más barato que encontré sin siquiera intentar averiguar de qué se trataba. Luego miré a Sara, que me observaba atentamente. La mesera se volvió para tomar su orden.

—¿La langosta está buena? —preguntó ella. Grité internamente colgándome de las lámparas, era el plato más caro del menú.

—Muy buena. ¿Desea ordenar eso?

—Hmmm... no, mejor no —dijo tras chequear mi expresión con una sonrisa traviesa—. El magret de pato y granada con quinotto de setas, por favor. —Examiné rápidamente la lista de precios, era uno de los intermedios.

—¿Y para beber?

—¿Pedimos un vino, Gabriel?

—Agua para mí. Gracias.

—Ah... en ese caso una CocaCola para mí.

La mesera hizo una mueca y se retiró. Sara me miraba, apoyada la barbilla en la mano, con sonrisa divertida.

—Creo que puedo haberme excedido un poco —admití.

—¿Dices que no lo valgo? —fingió ofenderse.

—Por el contrario, vales mucho más de lo que jamás podré pagar.

—¡Aaaaawww! —Extendió su mano para tomar la mía inclinando la cabeza tiernamente.

Mientras esperábamos los platos conversamos nimiedades y untamos nuestros delicados panecillos de cortesía con una deliciosa salsa de olivo, comiéndolos lentamente para hacerlos durar. Ocasionalmente notaba que desde otras mesas los hombres se volvían y observaban a Sara con lascivia, cosa que me llenaba simultáneamente de rabia y orgullo.

Al poco rato pusieron ante nosotros dos enormes y asimétricos platos cuyo contenido parecía ocupar sólo un diez por ciento de la superficie total de los mismos. Apreté la mandíbula sintiéndome estafado. Sara, por el contrario, admiraba la presentación fascinada.

—¡Es hermoso! —susurró— ¡Da pena comérselo! —Acto seguido extrajo su teléfono y tomó una foto a su plato. Revisó satisfecha el resultado y se puso a aplicarle toda clase de filtros y emoticonos—. ¿No tienes redes sociales, cierto?

—Nop.

—¿Por qué no?

—Porque... para qué. De verdad no me interesa andar espiando las vidas ajenas.

—No se trata de eso. Deberías hacerte una cuenta, para poder taggearte —Publicó la foto en quién sabe qué red social y luego se inclinó hacia mí—. Oye, ¿crees que podamos pedir que nos tomen una a los dos juntos?

—Me da vergüenza, francamente.

Sara ni siquiera escuchó mi respuesta, haciendo señas a la mesera con el teléfono. La garzona se acercó entendiendo inmediatamente su intención y tomó el celular en sus manos. Sara se cambió de silla para quedar a mi lado y pegó su mejilla a la mía. Yo la rodeé con el brazo e intenté sonreír con naturalidad, muerto de vergüenza. Noté que varios de los mirones se volteaban para estudiar el frontis de Sara, lo que provocó un torcimiento de sonrisa que quedó registrado para la posteridad.

—Ay Gabriel, saliste pésimo. ¿Pido que tome otra? —dijo ella revisando la foto.

—Déjalo así, mejor que eso no voy a salir. Y se está enfriando la comida.

—Bueno —hizo un par de movimientos con el dedo sobre la pantalla— Te la acabo de mandar.

Comimos nuestros almuerzos con extremo cuidado, tratando cada bocado como si fuera el último, porque la porción era tan exigua que prácticamente así lo era. Al menos estaba realmente delicioso, fuera lo que fuese; no tenía idea de qué estaba comiendo. Cada tanto Sara acariciaba mi mano y me sonreía iluminada por la vela de parafina líquida, el brillo de sus ojos titilando al ritmo de la llama, y me sentía el hombre más afortunado del mundo.

Retirados los platos, la camarera nos entregó una nueva carta y preguntó si queríamos algo de postre. Yo me contuve de decir que no al instante y miré a Sara con expresión interrogante. Ella revisaba la carta con atención, mordiéndose el labio cada tanto.

—No, nada, gracias —dijo con un suspiro, poniendo la carta en la mesa.

—¿Estás segura? Parecías bien interesada.

—Se ve todo muy rico, pero es que estoy llena... —Esa mentira no se la creería ni el chef. Sabía que debía tomar la oportunidad que me estaba ofreciendo, pero odiaba no ser capaz de darle al menos un postre rico.

—¿Te parece si compartimos uno, entonces? —propuse. Ella aceptó al instante.

Compartimos el postre, que estaba delicioso, a instancias suyas dándonos ocasionalmente cucharadas el uno al otro, como la más melosa de las parejas. Luego llegó el momento de la verdad: pedir la cuenta.

Pusieron el rectángulo de cuero frente a mí y abrí su negra tapa como si fuera a morderme. Agradecí que la mesera no se quedara a esperar que pagara, porque mi cara casi se derritió al ver el monto total, abultado además por la propina sugerida. El mismísimo Munch no habría encontrado un mejor modelo para "El Grito" que yo en ese momento. Sudando frío extraje mi billetera y comencé a contar con mucho cuidado mis billetes, deseando que mágicamente se hubiesen multiplicado durante las horas que estuvimos ahí. Sara observaba la operación en silencio. Tras contar y recontar varias veces, llegué a la ineludible conclusión de que me había quedado corto. Más o menos por un postre, maldito galán de pacotilla. Comencé a hacer cálculos mentales desesperados. Estimaba que correr a la universidad a sacar más dinero me tomaría unos veinte minutos, más otros veinte de vuelta. No podía humillar a Sara dejándola esperando tanto tiempo. Podía pedir un taxi, pero con el tráfico no sabía si aquello sería más rápido. ¿Tal vez el baño tenía una ventana suficientemente grande para huir por ahí?...

—¿Efectivo o tarjeta? —preguntó la mesera, que se encontraba una vez más a nuestro lado. Fingí rebuscar en mi billetera y luego miré a Sara con rostro suplicante, completamente rojo.

—Sarita... ¿de casualidad tienes tarjeta?

—Sí...

—Es que parece que se me quedó la mía en el cajero. ¿Podrías... ajem... pagar tú y después te lo devuelvo?

Di una rápida mirada a la mesera, que hacía su mejor esfuerzo por mantener rostro indiferente ante mi patético espectáculo. Sara pareció descolocada un segundo, pero luego movió la cabeza afirmativamente.

—Claro, no hay problema —contestó registrando su cartera y yo tuve que contenerme para no soltar un enorme suspiro de alivio.

—Bah, no la encuentro... —dijo tras algunos segundos. Me puse a sudar como babosa en un salero—. ¡Ah, aquí está!

Mi suspiro se escuchó hasta en la cocina.

Una vez afuera le entregué a Sara todo el efectivo que tenía, salvo lo estrictamente necesario para la siguiente actividad que tenía programada, y le prometí pagarle el resto el lunes, cosa que ella aceptó sin hacer comentarios.

El sol ya estaba alto y la temperatura había alcanzado la máxima del día que, sin ser mucho, estimé suficiente para sugerir un paseo por el parque hasta el cine que se ubicaba a algunas cuadras de distancia. Una vez allí escogimos una película de superhéroes, más que nada porque era la función más cercana, y nos instalamos bien al fondo, conscientes de que pondríamos poca atención a la película. 

No bien se apagó la luz rodeé a Sara con mi brazo y la sentí apoyar la cabeza en mi hombro. Oliendo su pelo, acaricié su hombro, que me sorprendió por lo áspero y esponjoso. Luego me di cuenta que estaba acariciando el respaldo del asiento. Moví la mano hacia su brazo desnudo y lo recorrí con la punta del dedo, y desde allí ascendí por su hombro y su cuello, hasta tocar el lóbulo de su oreja. Ella levantó la vista y mirándome en la oscuridad, se inclinó para besar mis labios.

Lo siguiente que supe fue que en el telón se proyectaban los créditos finales y las luces se volvían a encender.

Afuera ya estaba oscuro y la ausencia del sol había mandado a las temperaturas en picada al fondo del termómetro. Sara se puso a temblar apenas puso un pie fuera del lobby. De haber sido un galán competente hubiese tenido a mano una chaqueta que prestarle, pero dado que solo se trataba de mí, estaba tan cagado de frío como ella. Le ofrecí irnos en taxi, pero se negó, proponiendo en cambio el metro. La envolví con mi brazo, frotando el suyo, y nos dirigimos hacia allá.

Salidos de la estación que quedaba a solo media cuadra de su edificio, nos fuimos quedando callados, cada uno sumido en sus pensamientos. Llegados a su puerta Sara soltó mi mano para revisar su pequeña cartera en busca de las llaves. Mientras esperaba a que diera con ellas, preguntándome cómo podía costarle encontrar algo en tan diminuto espacio, empecé a analizar los escenarios que se abrían ante mí. Mis dos estancias anteriores en su departamento habían terminado horriblemente mal y no me apetecía volver a arruinarlo todo. Sabía que en esta ocasión me había comprometido a dar el todo por el todo, pero no me fiaba de mí mismo. Nuestra jornada había resultado bastante bien, pese a mi incontenible torpeza, y lo mejor que podía hacer era ponerle fin en ese momento, como un buen cliffhanger para incentivarnos a continuar al día siguiente. Decidí que aquello sería lo mejor.

Noté que Sara, pensativa, se había quedado con la llave en el aire, a medio centímetro de la chapa.

—¿Qué pasa, no es la llave correcta?

—No, solo intentaba recordar algo —dijo despertando de su ensimismamiento y terminando el proceso. Abrió la puerta y se apoyó con la espalda contra ella, dejando abierto el paso a su departamento, pero sin invitarme formalmente a entrar. Me observaba expectante, a la espera de mi decisión. Me quedé paralizado, mirando hacia el interior.

—Gracias Gabriel, fue un muy lindo día —dijo finalmente, con un suspiro, cuando vio que no me movía. Se adelantó y puso un pequeño beso en mis labios—. ¿Nos vemos mañana? —Su sonrisa no se veía muy natural.

—Sí, claro. Hasta mañana —respondí, sintiéndome desamparado y tonto.

Sara cruzó el vano nuevamente y se dispuso a cerrar la puerta. Cuando la hoja estaba a punto de impactar con el marco, la sostuve con mi mano. Sara volvió a abrir, sorprendida.

—Yo... no sé. Estaba pensando que... o sea... igual es temprano ¿sabes?

Levantó una ceja, sin pronunciar palabra. Miré al techo, reuniendo valor.

—La cosa es que... bueno... estaba pensando que tal vez eso de ir lento no fue tan buena idea ¿no crees?

—¿No? Yo pienso que está perfecto. En realidad tenías toda la razón —respondió muy seria. Sentí como si me hubiesen metido en una ducha de agua fría.

—Ah, bueno... —dije decepcionado—. En ese caso, que duermas bi...

Soltando una risita, Sara se colgó de un salto de mi cuello y me besó con hambre, tomándome completamente por sorpresa. Sin despegar los labios de los míos, me arrastró hacia el interior de su departamento y, desabotonando mi camisa, cerró la puerta con el pie.    


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Todo un galán este Gabriel, ¿verdad? Esperemos que le haya ido bien dentro del departamento...

¿Qué cosas vergonzosas les ha pasado en sus citas románticas?

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Próximo capítulo: martes 17 de septiembre

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