Humo

By DhalyaSweet

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Más de trescientos años hace que la niebla no deja ver las estrellas. Desde entonces, los soldados de Engelsd... More

Nota
Dedicatoria
Primera parte: Ciudad de las Sombras
Capítulo I. Un sueño cautivador
Recuerdo I. La puerta del muro
Anexo I. Monstruos en el bosque
Anexo II. La familia Schwarzschild
Capítulo II. Vieja amistad
Recuerdo II. El Cuento del Bosque
Capítulo III. La familia no se elige
Recuerdo III. Primera prueba de valor
Capítulo IV. Dejarse llevar no cuesta nada
Capítulo V. Una grata sorpresa
Anexo III. La familia Schneider
Recuerdo IV. Dios te mira pero no te ve
Capítulo VI. Debería haber empezado por aquí
Recuerdo V. Humo en el comedor
Recuerdo VI. El ángel
Recuerdo VII. ¿Dónde están esas estrellas?
Capítulo VIII. Una buena noche
Capítulo IX. Complejo, complicado sentimiento de culpa
Capítulo X. Ahora sí: aquí empieza
Recuerdo VIII. El demonio
Capítulo XI. Entre el Cielo y el Infierno
Recuerdo IX. Imaginaciones de un niño
Capítulo XII. El Limbo
Recuerdo X. Un niño gritaba
Capítulo XIII. La enésima reconciliación
Recuerdo XI. Darek
Capítulo XIV. Castigo
Capítulo XV. Colapso
Capítulo XVI. Donde la niebla parece más densa
Recuerdo XII. Ciudad de las Sombras
Cuestionario 🕯️
Segunda parte - Prólogo
Capítulo 1. Enfrentarse a los demonios
Recuerdo 1. Las puertas que no deben abrirse
Capítulo 2. Los problemas que nunca terminan
Recuerdo 2. Lo que no hay que conocer
Capítulo 3. En quien no se puede confiar
Anexo 1. Asalto al Infierno
Recuerdo 3. Observar aves
Capítulo 4. Viejas amistades
Recuerdo 4. El último funeral
Recuerdo 5. Cuidado con los lobos
Capítulo 5. El pretendiente de Elena Fürst
Capítulo 6. Almas gemelas y otros cuentos

Capítulo VII. Una mala noche

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By DhalyaSweet

Noviembre, 341 después de la Catástrofe

A finales de mes, tiempo después de haberme reconciliado con David, la familia Schwarzschild me invitó a una fiesta en su casa. Motivo: el embarazo de Gabrielle, que ya se le empezaba a hacer evidente.

Apenas hacía tres meses que había comenzado mi rehabilitación, o mi esfuerzo por reintegrarme en la sociedad. Cuando empecé y me decidí a salir de casa sabía que tendría momentos difíciles y que ciertos hechos del día a día y de la interacción con los demás me harían retroceder en mi objetivo, y que tendría que pararme a reflexionar para seguir mirando hacia delante. Y llevaba demasiado tiempo estancado en casa y algunas cualidades del ser humano se me iban escapando por mi ignorancia y mis escasas habilidades sociales. En otras palabras: era como un niño que apenas había empezado la escuela. Aquel sábado fue uno de esos días.

Stefan llegó por la mañana, puede que con retraso: se disculpó por llegar tarde y me hubiese sorprendido lo contrario.

—Lo siento, no encontraba ninguna camisa vieja.

No le dije nada. Para qué. Si ya nos conocemos. Le dejé pasar y caminó tras de mí hasta el taller. Vanda estaba semiacostada en el podio, con el pecho al descubierto y una sábana que le cubría la pelvis. Al verla, Stefan farfulló unas disculpas atropelladas y se dio la vuelta.

—No me digas que ahora te da vergüenza ver una mujer desnuda —le dije dándole una palmada en el hombro—. Ve quitando la piedra como te enseñé el otro día. Tengo que acabar estos bocetos.

Procurando no fijarse demasiado en ella, cogió el cincel y comenzó a retirar los sobrantes de la escultura apenas empezada. Tenía otro encargo del doctor Genezen: me había pedido un cuadro de dos metros de ancho por un metro y medio de altura sobre la vida y la muerte, por lo que Vanda posó para mí alzando una calavera en la mano y mirándola con enfrentamiento; a su alrededor, toda clase de hierbas y vegetales medicinales como cabezas de ajo y matojos de lavanda. Vanda se colocó en varias posturas que probé en varios bocetos, en una sesión que había durado alrededor de una hora.

Cuando terminó, se fue a vestirse porque quería acercarse al mercado.

—Hoy voy a comprar el mejor pescado que encuentre, estamos teniendo una buena racha —dijo cuando bajó, ya arreglada.

—A mí no me importa seguir comiendo gachas, lo sabes.

—Y a mí me importa una mierda con lo que tú te conformes, lo sabes.

Tras coger su cartera, se fue dando un portazo que hizo retumbar las paredes del taller. Entonces me giré a ver el trabajo que estaba haciendo Stefan y me di cuenta de que se me había quedado mirando.

—¿Qué pasa?

—Es guapa su mujer.

Negué con la cabeza y chasqueé la lengua. Cogí otro cincel y comencé en el otro extremo, mientras Stefan vaciaba la parte menos arriesgada.

Por lo general pasábamos toda la mañana y parte de la tarde trabajando, descansábamos treinta minutos al mediodía para comer y a las cinco se iba a casa para llegar a cenar a las seis. Hacíamos todas las horas que podíamos el sábado porque el domingo terminaba a las once, porque todas las semanas acudía religiosamente a la misa con su familia.

Si bien era trabajador, no puedo decir que fuera el mejor ayudante del mundo. Llegaba tarde, hablaba demasiado y, cuando le daba por hacer las cosas a su manera, me sacaba de quicio y discutíamos. Lo llamaba diablillo en mis días de buen humor. A veces me mentía pensando que no me daba cuenta. Una vez derramó un bote de aceite a pesar de que le había dicho que no tocara nada. Debió caérsele por accidente e intentó limpiarlo antes de que volviera. Pero no lo hizo bien y se quedaron restos en los azulejos; cuando pasé por esa zona me resbalé y me caí al suelo, haciendo ceder la estantería de la que me había agarrado y tirando todos los botes de pigmento encima de mí. Luego me dijo que no sabía nada, pero nunca llegué a encontrar ese bote de aceite. Aun con todo, no me salía enfadarme con él. Me caía bien, qué quieres que te diga.

Gracias a su ayuda estaba adelantando mucho y podía aceptar más encargos porque con él podía hacer dos cosas en la misma jornada. Además, me venía bien tener a alguien con quien charlar, podía meterme con él y los días se volvían más amenos, incluso Vanda me dijo que me veía de mejor humor. Por eso, aunque tuviera que escribirle listas a su familia detallando todas las cosas que rompía a mis espaldas, nunca le llamé la atención.

Aquel día terminamos a las tres, ambos debíamos lavarnos y vestirnos porque todo el pueblo había sido invitado a la fiesta.

Vanda y yo acudimos cuando ya estaba oscureciendo. David tuvo la cortesía de enviarnos un coche para que no tuviésemos que ir vestidos con nuestras mejores galas con ese carro de carga que usábamos para traer bloques de piedra y sacos de cereales del mercado. Vanda se sentía como una princesa y yo me reía de la imitación de sus finos modales.

Ella llevaba el cabello suelto, me había encargado de cepillárselo durante casi media hora, y vestía un traje azul y gris con bordados de plumas que caían hasta hacerse un montón en la base de la falda. Un diseño que estaba deseando que viera Stefan, seguro de que, para bien o para mal, le sorprendería.

Cuando llegamos a la mansión en la Colina Gris había ya algunos coches aparcados en la entrada, los caballos descansaban en el abrevadero y los cocheros se fumaban un cigarro apartados del camino. El pasillo de losas estaba iluminado por dos hileras de faroles de mano, situados a cada flanco de este. Prácticamente todo el pueblo estaba invitado, y el que no lo estaba del puño y letra de la familia, acudía por propia iniciativa, porque las puertas de la mansión Schwarzschild estaban abiertas a quienquiera que le apeteciera pasarse.

Los patriarcas nos recibieron en persona, mucha gente entraba por delante y por detrás de nosotros. Si había una ocasión perfecta para deshacerme de mi aversión a las multitudes, era esta.

—Oh, la otra pareja del año —nos saludó con entusiasmo el futuro abuelo—. Qué bien que hayáis llegado, os estábamos esperando impacientes.

—Vanda, ese vestido es precioso —dijo Eden—. Estáis muy guapos los dos. Por favor, pasad y comed y bebed lo que queráis, estáis en vuestra casa.

—Gracias Eden, me alegro de veros, los años no pasan para vosotros.

Entramos en la mansión. La gran escalera que presidía la entrada estaba decorada con una alfombra roja y flores, y el interior estaba tan lleno de gente que incluso allí habían parejas y grupos que charlaban con una copa en la mano.

Pero la verdadera fiesta se desarrollaba en el gran salón, a mano derecha del recibidor. Este era un amplio y muy iluminado espacio gracias a las lámparas de hierro forjado que colgaban del techo y las que decoraban las paredes, y unos grandes ventanales daban vistas al elegante jardín que rodeaba la sala. Esta tenía forma de hexágono y era un apéndice unido a la casa. Estaba diseñado para recordar a un merendero de grandes dimensiones que pudiese albergar a cien o más personas. Los muebles se habían retirado para dejar una amplia zona de baile por donde la gente se desplazaba sin cesar de un lado a otro o los grupos de conocidos charlaban de pie mientras los sirvientes les llenaban las copas de vino, o se acercaban a las mesas repletas de comida. Había un gran techo de cristal que dejaba ver la noche nublada, en una estructura de hierro en forma de red geométrica que recordaba a la tela de una araña.

Cuando entramos, las primeras personas que vimos fueron David y Gabrielle. Ellos estaban hablando con unos conocidos, pero también nos vieron en seguida y se disculparon para acercarse a saludarnos. Tanto ella como él nos dieron un abrazo.

—Hey, qué bien te sienta esa barriguita —le dijo Vanda acariciando su vientre—. ¿Qué le pediréis a la cigüeña?

—Lo que venga bien recibido será —dijo David.

—Estoy deseando conocerle —dijo Vanda—, seguro que será guapo como sus padres. ¡Eh, camarero!

Uno de los empleados con traje blanco que portaba una botella de vino en la mano casi se tropieza con el vestido de una mujer al oírse aludido de sopetón. Vanda le dijo no sé qué, que le hizo ponerse más nervioso, y luego le soltó un cumplido mientras la servía a ella primero. Por último lo liberó de sus servicios con aspavientos y tuve que llamarlo de nuevo porque se había olvidado de mí. Me sirvió la copa hasta arriba, de tan nervioso que estaba ante los comentarios agridulces de mi compañera que no paraba. Estaba eufórica y tuve que apretarle el brazo para que se calmara. Una vez todos servidos, nos retiramos a un lugar más apartado donde poder charlar con tranquilidad.

—Vanda, tu vestido es precioso —dijo Gabrielle—. ¿Es de Schneider? Angelika tiene unos diseños estupendos.

—Me lo ha regalado Mikhael, no sé qué querrá sacarme, pero la verdad es que ha sido todo un detalle.

—Vaya, qué buen gusto para la ropa, Mik, no conocía esa faceta tuya —bromeó David.

—Digamos que lo ha escogido mi ayudante.

—¿Tienes un ayudante? —preguntó él con curiosidad.

—El hijo de Marilyn. ¿Sabéis si han llegado los Schneider? Me ha dicho que estarían por aquí.

—Ah, sí —respondió Gabrielle—. Lo he visto hace un rato hablando con una chica. Madre mía, qué guapo se ha hecho. Es idéntico a Joseph, no sé cómo no se habrá dado cuenta de que Frank no es su padre, nadie en su familia tiene los ojos verdes.

—¿No lo sabe?

—No —dijo David—. Estuvimos hablando con Mary no hace mucho sobre eso. No quieren que se entere. Frank es quien lo ha criado. Joseph se desentendió del niño, ¿para qué van a contárselo?

—Pues sí —dijo Vanda—. Yo tampoco querría decirle a mi hijo que su padre en realidad es ese pendón. Me han dicho que le encerraron por pegarle una paliza a un tipo, ¿cómo fue eso? ¿Sabéis algo?

—Sí, a Friedrich el de la imprenta —dijo David con seriedad—. Lo dejó tendido sangrando en mitad de una calle desierta, si no lo llega a ver un sintecho que avisó al vecindario se muere allí mismo. Lo han encerrado seis meses, pero creo que le dejarán salir antes.

—¿Cómo? ¿Por qué? —preguntamos Vanda y yo casi al mismo tiempo.

—Porque el juez no se lo tomó como una cosa muy terrible. El abogado alegó que estaban provocando que le dieran una paliza, por, ¿cómo se dice?

—Por un acto indecente en la vía pública, o algo así —terminó Gabrielle.

—Ah, sí. Y eso. El juez no se tomó muy en serio la paliza, así que no creo que vaya a pasar más de tres o cuatro meses en la cárcel.

—Pero, ¿qué dices? Es surrealista. ¿Qué estaba haciendo tan indecente?

David me miró incómodo, Gabrielle tampoco se afanó en explicármelo.

—Es que dicen que estaba con otro hombre. Y, claro, ya sabes.

Respiré hondo. Yo no sabía nada de aquello, me había alegrado al escuchar que aquel malnacido por fin estaba donde tenía que estar, y me sentí como si me hubiesen robado algo cuando dijeron que en realidad no pasaría mucho tiempo, porque el acto de pegar hasta casi matar a un hombre no era motivo suficiente para tomar justicia. Si aquel hombre hubiese sido «normal», la Ley habría actuado en consecuencia. Pero no era normal, sino marica. Y que los maricas se besaran en la calle resultaba depravado hasta el extremo.

—Vamos, Mik, ni lo pienses —dijo Gabrielle—. A mí tampoco me parece justo, pero no vamos a permitir que eso nos amargue la noche, ¿vale? Ya nos indignaremos mañana.

Asentí. Suspiré para liberar la tensión y di un trago al vino.

—En fin, solo espero que tarde o temprano acaben encerrándolo como se merece. Aunque a este paso, tendrá que matar a alguien para que la justicia se dé cuenta de que no deberían dejarlo andar por las calles.

—Ah, mira, Mik, ¿no estabas buscando a Stefan? —dijo Gabrielle señalando hacia el gentío.

Giré la cabeza y lo vi con una chica cogida del brazo. Reían muy animados, parecía que se habían pasado un poco con la bebida, pero era bonito verlos así tan acaramelados. Stefan colocaba las manos en su cintura y bailaba con ella, luego la dejaba libre porque en público no podían mostrar tanto afecto. Pero se notaba la atracción mutua, podía verse en el brillo de los ojos de ella que estaba disfrutando de sus atenciones. Stefan se acercó con adorable torpeza a su oído y ella se rio. Acto seguido, la cogió de la mano y se la llevó al jardín.

—Hala, ya han hecho pareja —dijo Gabrielle.

—Qué buena es la juventud, ¿eh? —comentó David bebiendo de su copa—. Quién tuviera dieciocho años otra vez. No me cansaría nunca de repetir la primera vez que nos besamos —dijo mirando a su mujer con dulzura y le cogió las manos.

—Oh. —Gabrielle le dio un beso, que fue correspondido.

—Sí, pero —Vanda los apartó—, vosotros ya sois mayores y hay ropa tendida.

—Déjalos, mujer, eso es bonito. No conozco a ninguna otra pareja que lleve tanto tiempo junta y se lleve tan bien como vosotros.

David hizo la intención de decir algo, pero entonces vimos a sus padres acercándose a nosotros, mientras algún invitado les daba la enhorabuena por el camino.

—¿Lo estáis pasando bien? —preguntó Christopher con su característica gentileza.

—Estupendamente —respondí—. Gracias por invitarnos. Sé que he estado ausente un tiempo y, de verdad, agradezco que me hayáis sido tan amables conmigo, después de todo —dije con cierto pesar, consciente de lo que le había dicho a David el día que nos peleamos, y de haber despreciado todas las invitaciones y las intenciones de la familia de retomar el contacto conmigo.

—Oh, cariño —dijo Eden acariciándome el brazo—, sabes que nosotros te tenemos como a un hijo, si prácticamente te has criado en nuestra casa. Haríamos por ti lo que fuera necesario, y nos alegramos sinceramente de que ya te encuentres mejor.

Le sonreí con agradecimiento.

—¿Cómo llevas las clases? —preguntó Christopher—. He escuchado que estás revolucionando la escuela. Algún profesor se ha quejado de que los alumnos que van contigo están demasiado avanzados. —Soltó una carcajada.

—Ya me conoces, siempre estoy dispuesto a molestar.

—Te doy mi enhorabuena, sabía que había escogido bien contigo. Aunque no olvides cuidarte de los envidiosos, es un consejo —dijo con una mano sobre mi hombro—. En fin, pareja, me temo que os tenemos que dejar, debemos atender al resto de invitados. Pero siempre es un placer teneros en casa, ojalá paséis más a menudo.

Fue casi imperceptible, pero noté que Christopher dirigía una mirada a su hijo. Lo vi por el rabillo del ojo y pensé que me lo había imaginado ya que, acto seguido, me dio un apretón cariñoso en el brazo y cuando lo miré estaba sonriendo con deje paternal.

—Cuidaos mucho, Mikhael —dijo Eden dándome un beso en la mejilla—. Vanda, algún día me contarás tu secreto para mantenerte tan joven y guapa. Hasta luego, chicos, pasadlo bien.

Vanda se despidió con una sonrisa y una mano levantada, pero volvió a su forma habitual en cuanto se dieron la espalda.

—Si le contara que le vendí mi alma al diablo.

—Mi madre se quedaría patidifusa. Oye, Mik, ¿por qué no me invitas a un cigarro, como en los viejos tiempos?

Gabrielle lo miró con seriedad. ¿Le molestaba que fumara? No, no era eso.

—¿Desde cuándo fumas? —le pregunté.

—Hoy es un día especial. —Colocó una mano en mi espalda y me guio hacia el jardín, donde pudimos hablar asolas.

Nos apartamos de la gente hasta quedar tan lejos de las voces como fuera posible. Agradecí aquel gesto. Donde hubiese un banco para sentarse en una noche en calma y nadie más alrededor que no fueran las personas a las que apreciaba, podía quitarse todo lo demás. El bullicio siempre me molestaba, ver gente pasar me ponía incómodo. Pero el único ruido que encontramos allí sentados, nosotros dos solos, fueron los grillos cercanos y el viento en la distancia meciendo las copas de los olivos.

Abrí mi cajetilla y ambos nos encendimos un cigarro, como en los viejos tiempos, cuando fumábamos a escondidas de los adultos. Ambos empezamos a los dieciséis: yo por la influencia de mi hermano y él por la de sus amigos, pero en vez de tabaco prefería la artemisa. Con el tiempo, David lo dejó, pero eso no quitaba que de vez en cuando fumásemos juntos. Compartir un cigarro o una cerveza era como compartir un secreto: estrechaba relaciones, unía a las personas. Era un ritual inquebrantable.

—Mik, me alegra que volvamos a ser amigos.

Me sorprendió su confesión.

—A mí también, David.

—¿Cómo te van las cosas? Te veo muy cambiado desde el día que fui a tu casa a sacarte de los pelos.

Me reí.

—Bien, estoy teniendo una buena racha con los encargos. ¿Sabes quién me ha pedido una escultura?

—¿Quién?

—El diácono Peter. Bueno, ahora es el sacerdote. ¿Te acuerdas de él?

—Uf, qué mal me caía de pequeño.

—Creo que no llegó a caerle bien a nadie.

—Y con la edad está más amargado. Aunque me parece normal, creo que él tampoco superó lo de... —Se paró, no hizo falta que dijera nada más. Hubo un breve momento de incómodo silencio, y por primera vez fui yo quien se afanó en llenarlo.

—¿Cómo te va en el ejército?

—Bien... Bueno, la verdad es que no. Tengo un par de conflictos que no sé cómo solucionar. Estoy pensando qué hacer, pero cuanto más tiempo pasa, más grandes se hacen.

—Entiendo. ¿Y esos conflictos se pueden contar?

—Pues, Mik, me vendría bien tu ayuda. No he podido hablarlo con nadie más, ni siquiera con Gabrielle.

—Entonces, adelante.

—¿Recuerdas que te dije que un hombre había muerto a mis órdenes? Pues bien, estábamos en plena batalla y me había distraído... Porque estando Gabrielle embarazada, me preocupaba. Fue un segundo, pero me hizo retrasarme en la orden y, cuando la ejecuté, ya era tarde. Ahora tengo la obligación moral de decírselo a mi superior, pero me he esforzado mucho para llegar donde estoy y quiero llegar a capitán porque sé que puedo crear un ejército más fuerte y cambiar cosas que no son justas, como el que las mujeres no puedan tener cargos de responsabilidad ni recibir honores, que es lo que le está pasando a Gabrielle. Mik, yo tengo buenas intenciones, pero, ¿merezco mi puesto y todo el reconocimiento y los honores que conlleva si oculto mis errores que han perjudicado la vida de un hombre y una familia?

Miré a David con pesar, reflexionando sobre su problema. Agradecía que hubiera confiado en mí, aunque yo no fuera el hombre más recto para responder a esa pregunta.

—Ya sabes lo que voy a decirte. Creo que nadie te va a decir que lo confieses, pero en el fondo eres tú quien tiene que valorar qué te importa más, si tu culpabilidad o tus ganas de mejorar las cosas.

David asintió.

—Ahí está el otro problema. Si acepto que metí la pata pero me callo por un bien mayor, tengo que decidir si pedir el traslado de Gabrielle a otro pelotón. Desde ese día estoy distraído, y es solo mi culpa, pero no puedo quitármela de la cabeza, necesito trabajar lejos de ella, aunque me duela admitirlo. Y tampoco sería justo trasladarla: mi pelotón es el de mejor categoría, allí están los mejores soldados y Gabrielle no se merece menos: habría sido arquera de primera si fuera hombre, es la mejor que conozco. Tío, estoy entre la espada y la pared. ¿Y si vuelven a atacarnos, y me vuelvo a distraer? Pero, ¿qué culpa tiene ella, por qué tiene que salir perjudicada por mi problema?

—Menudo dilema tienes.

—¿Tú qué harías en mi lugar?

—No puedo ponerme en tu situación, David.

—Imagínatelo.

—¿No puedes trasladarte tú de pelotón?

—¿Estás de broma? ¿Puedes tú irte al taller de otro escultor y trabajar con sus cosas? Además, no tengo cómo justificarlo. ¿Sabes qué? Intentaré convencerla para que se quede en casa una temporada, hasta que nazca la criatura. ¿Te parece buena idea?

—Me parece una discusión inminente, pero puedes intentarlo.

David suspiró.

—Ya lo sé, tío.

—Deberías hablarlo con ella. Lo mejor es sincerarse y no seguir dejándolo pasar.

Asintió. Cuando fue a darle una calada a su cigarro ya se había consumido, así que lo tiró lejos y nuestra vista siguió el recorrido de la colilla.

—Tienes razón, Mik. —Volvió a suspirar, presionó los labios y se metió las manos en los bolsillos—. Tengo un tercer problema.

—Aprovecha que la primera consulta es gratis: después te tendré que cobrar.

David no pareció haber cogido la broma; algo había ensombrecido su expresión.

—No te va a gustar. Y a mí tampoco me gustaría tener que pedírtelo. Pero necesito que hables con ese demonio.

Me quedé parado, sin saber qué podía responderle. El primer impulso fue dar rienda suelta a mi temperamento y lanzarle un «no» seco y rotundo. Pero acabábamos de hacer las paces, en teoría, y no me salía mostrar mi molestia y echarlo todo a perder por un pronto.

—¿Para qué quieres que hable con él?

—El día que murió ese hombre a mis órdenes estábamos en Claro Silencioso, ya sabes que por allí nunca pasan demonios. Pero ese día nos atacó una horda de koloss sin ninguna explicación, y dos de mis soldados encontraron un vacum pintando de sangre los árboles para atraerlos. No sabemos si es un caso aislado, si es un grupo reducido que planea algo o si fue uno mandado por toda su especie. Y solo encontramos a uno, no sabemos si habían más haciendo eso. Pero necesitamos averiguar qué está pasando y si los vacum están planeando algo contra nosotros.

»Nunca hablarán con los soldados. Tú conoces a ese demonio, y había pensado que tal vez... Sé que es duro para ti, pero no te lo pediría si no fuera importante.

David se detuvo esperando una respuesta. Lo miré con incredulidad y negué con la cabeza lleno de ira contenida. Hacía meses que lo planeaba. Me invadió una oleada de violencia, comencé a temblar intentando no aflorar aquella maraña de emociones.

—Me parece mucha casualidad que decidieras hacer las paces conmigo justo después de eso.

David me miró con sorpresa, se apartó unos centímetros para mostrar su conmoción.

—Mik, no es lo que parece.

Me levanté, ya no soportaba estar sentado a su lado.

—Me has hecho creer que os importaba. Le he dado las gracias a tu madre por darme una oportunidad. ¿Sabes lo ridículo que me siento ahora? Debéis de haberos reído buena cosa de mí cuando desaparecía por la puerta. ¿Cómo he podido ser tan estúpido?

Me sentía estafado. Y utilizado. Y traicionado. La familia Schwarzschild al completo había urdido un plan para usarme como herramienta, y yo me había entregado sin más como un idiota, creyendo que me tenían por uno de los suyos.

—Lo peor es que lo sospechaba, pero aposté por confiar en ti. Me lo habría esperado de cualquiera, pero, ¿tú?

—Escúchame, por favor. Me lo pidió mi padre, y yo no hubiese cedido si no fuera porque es importante. Estamos hablando de la vida de las personas, quién sabe qué estarán tramando esos demonios. Pero sí era verdad todo lo que te he dicho, Mik, somos amigos desde la infancia, eres como el hermano que nunca he tenido, no quiero perder tu amistad.

Traté de no escucharle. A esas alturas, ya no sabía qué era verdad y qué no.

—El problema es que ya no puedo confiar en ti.

—No digas eso, Mik. Yo siempre te he apoyado y defendido, sabes que no sería capaz de usarte para mi propio beneficio. Si no quieres hablar con él, lo entiendo, pero no digas que solo te he buscado para eso. Hemos intentado invitarte a nuestras fiestas y nunca viniste, dejé de insistir porque pensé que no querrías saber nada de mí, pero no tienes ni idea de lo que ha sido para mí perder la relación contigo. No puedes decir que te he buscado por conveniencia.

Tenía el orgullo herido y el sentimiento de la traición no es nada fácil de superar. Aunque pensé que era cierto, que había sido yo quien me había distanciado, no me sentía con ánimos para seguir hablando con él. Mi mente ahora era solo ruido.

—Necesito pensar.

Me marché. David me llamó un par de veces, pero no me siguió. Se me ocurrió que debía entrar a despedirme y decirle a Vanda que me iba, pero no estaba con ánimos para disimular mi decepción y no quería molestar a Gabrielle una noche que debía ser especial para ella. Vanda, de todas formas, estaría pasándolo bien bailando y llamando la atención del público, por lo que pensé que marcharme sin decirle nada era lo mejor que podía hacer por ella.

Pero no me fui. Una persona me lo impidió. 

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