Humo

By DhalyaSweet

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Más de trescientos años hace que la niebla no deja ver las estrellas. Desde entonces, los soldados de Engelsd... More

Nota
Dedicatoria
Primera parte: Ciudad de las Sombras
Capítulo I. Un sueño cautivador
Recuerdo I. La puerta del muro
Anexo I. Monstruos en el bosque
Anexo II. La familia Schwarzschild
Capítulo II. Vieja amistad
Recuerdo II. El Cuento del Bosque
Capítulo III. La familia no se elige
Recuerdo III. Primera prueba de valor
Capítulo V. Una grata sorpresa
Anexo III. La familia Schneider
Recuerdo IV. Dios te mira pero no te ve
Capítulo VI. Debería haber empezado por aquí
Recuerdo V. Humo en el comedor
Capítulo VII. Una mala noche
Recuerdo VI. El ángel
Recuerdo VII. ¿Dónde están esas estrellas?
Capítulo VIII. Una buena noche
Capítulo IX. Complejo, complicado sentimiento de culpa
Capítulo X. Ahora sí: aquí empieza
Recuerdo VIII. El demonio
Capítulo XI. Entre el Cielo y el Infierno
Recuerdo IX. Imaginaciones de un niño
Capítulo XII. El Limbo
Recuerdo X. Un niño gritaba
Capítulo XIII. La enésima reconciliación
Recuerdo XI. Darek
Capítulo XIV. Castigo
Capítulo XV. Colapso
Capítulo XVI. Donde la niebla parece más densa
Recuerdo XII. Ciudad de las Sombras
Cuestionario 🕯️
Segunda parte - Prólogo
Capítulo 1. Enfrentarse a los demonios
Recuerdo 1. Las puertas que no deben abrirse
Capítulo 2. Los problemas que nunca terminan
Recuerdo 2. Lo que no hay que conocer
Capítulo 3. En quien no se puede confiar
Anexo 1. Asalto al Infierno
Recuerdo 3. Observar aves
Capítulo 4. Viejas amistades
Recuerdo 4. El último funeral
Recuerdo 5. Cuidado con los lobos
Capítulo 5. El pretendiente de Elena Fürst
Capítulo 6. Almas gemelas y otros cuentos

Capítulo IV. Dejarse llevar no cuesta nada

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By DhalyaSweet

Junio, 341 después de la Catástrofe

Ya lo teníamos todo resuelto: la casa, mi aspecto, su vestido, incluso había mantenido una conversación con un viejo conocido. ¿Qué más hacía falta para reintegrarse en la sociedad? Bueno, quizá algunas habilidades interpersonales.

La mansión Schwarzschild se situaba en lo alto de la Colina Gris, a diez minutos a pie del Páramo. Se llamada así por los campos de lavanda y olivos colindantes que le daban ese color desde la distancia. La parcela estaba limitada por unas enormes vallas de hierro negras con decoraciones de florituras y a tramos envueltas en un manto de plantas trepadoras. En la entrada, el cochero nos abrió la enorme puerta que, con el mismo hierro forjado, indicaba el nombre de la familia.

Entramos, pero todavía nos quedaba un buen tramo a pie para llegar. A la derecha inmediata había una caseta de ladrillos donde un guarda hacía su vigilancia y donde el cochero esperaba por si los señores salían a dar un paseo o querían simplemente viajar hasta el pueblo. A la casa se llegaba siguiendo un camino empedrado y un extenso jardín a ambos lados con sauces y otros árboles que cubrían el suelo con un manto de hojas caídas. A medio camino entre la casa y la entrada, el paseo empedrado se ensanchaba y rodeaba una enorme estatua de bronce enverdecido, con la forma de un ángel pacífico, que mantenía su espada clavada en el suelo y ambas manos la cogían por delante del torso; sus ojos miraban hacia abajo, hacia nosotros, y con ese gesto nos pedía que, si seguíamos adelante, olvidásemos nuestras armas allí mismo y avanzáramos con gesto amistoso.

Después de un suntuoso tramo que daba cuenta del poder y la elegancia de la familia, llegamos al fin a la mansión de planta elíptica. Toda pintada de blanco, poseía un gran número de ventanales que salpicaban la fachada decorada con austeridad, se dividía en tres plantas y la baja estaba constituida por grandes ventanales que dejaban ver el interior iluminado como un escaparate de su riqueza; la primera planta estaba formada por balconadas cuyas barandillas seguían el estilo de las vallas de hierro que rodeaban la casa; y la segunda era más modesta, y estaba coronada por un tejado de tejas grises a dos aguas. Uno no podía evitar sentirse la hormiga más insignificante del mundo cuando estaba lo suficientemente cerca de la casa para apreciarla en toda su magnitud.

Llegamos al fin a la puerta y el cochero llamó a la aldaba. Entonces nos abrió el ama de llaves y nos dijo que pasáramos, que los señores nos estaban esperando.

Creí que después de tantos años me sorprendería volver a ver el interior de la casa, que sería como conocerla de nuevo. Sin embargo, no había cambiado nada. Y no solamente porque todo estuviese en el mismo sitio: la escalera majestuosa cubierta por una alfombra de diseños complejos, el techo altísimo con frescos de un manto estrellado irreal y el suelo de mármol en el que casi podías verte reflejado, además de todos los muebles de maderas nobles, esculturas delicadas y cuadros preciosistas. Pero la opulencia que me rodeaba no me impresionaba para nada. Había pasado media infancia en esa casa, y aunque fuesen doce años los que había tardado en volver a pisarla, a mí me parecía más bien la semana pasada.

Por el contrario, volver a ver a la familia fue como si hubiesen pasado siglos desde la última vez que habíamos tenido contacto. En cuanto Vanda y yo entramos al salón acompañados del ama de llaves, los cuatro miembros giraron la cabeza en nuestra dirección y sus expresiones se iluminaron de alegría. Tan pronto como entramos en el salón se acercaron a saludarnos. Todos habían cambiado: Gabrielle se había cortado el pelo castaño hasta los hombros y su complexión se había vuelto robusta, pero se adivinaba una barriga incipiente; Christopher y Eden habían sumado años así como elegancia; y David, a quien ya había visto días antes, tenía el mismo aspecto de siempre, solo que sus facciones se habían endurecido.

Gabrielle fue la primera en abrazarme, de sopetón y con tanta fuerza que no me dejaba respirar. Su cabeza me llegaba por el pecho y, del mismo modo, la recogí entre mis brazos. Fue un abrazo largo en el que a ambos se nos humedecieron los ojos.

—No llores, que no me he vuelto tan feo —le dije al escuchar un sollozo.

—Te echaba de menos. —Se apartó de mí y se limpió las lágrimas—. ¿Estás bien?

No pude responderle porque se me había cortado la voz, pero asentí. Levanté los ojos hacia el techo y después mi mirada se cruzó con la de David, que me sonreía, incapaz de contener la alegría. Colocó una mano en mi espalda y me dio dos fuertes manotadas.

—Me alegro de verte, tío.

Estuvimos un momento indecisos, pero David tuvo la iniciativa y me dio un inesperado abrazo, algo frío, que yo secundé por sentirme obligado.

—Enhorabuena por el embarazo, cariño —dijo Vanda a Gabrielle.

—Gracias, estamos entusiasmados.

—¿Ya sabéis qué nombre le vais a poner?

David se llevó un dedo índice a los labios.

—Eso trae mala suerte.

—¿Por qué no nos sentamos? —dijo Eden—. Hemos abierto un vino de reserva. Tenéis muchas cosas que contarnos.

—Nos alegramos mucho de verte, Mikhael —dijo el cabeza de familia—. Estoy enterado de tus actividades, veo que entre los dos estáis ganado un buen renombre, ¿eh?

—¿Ah, sí? —Miré los asientos disponibles y sopesé mis opciones. Christopher se había sentado en uno de los sillones y el otro permanecía libre: Eden, Vanda y Gabrielle se habían sentado juntas en uno de los sofás, mientras que en el otro estaba David intencionalmente desplazado a la izquierda. Quedarme plantado habría sido raro, así que tomé asiento junto a él, en el otro extremo.

—No se habla de otra cosa —dijo David, aunque sabía que estaba exagerando—. Hay un misterio en torno a tu persona. Como Vanda es la que va de aquí para allá mediando con la gente, creen que se ha inventado ese nombre y que es ella quien hace las esculturas.

La familia se rio con su copa en la mano. Sabía que era cierto porque David siempre se enteraba de los cotilleos. Ser el hijo del alcalde y su personalidad extrovertida le facilitaba toda clase de información.

—¿Y tú qué les dices?

—Que existes, claro, pero que eres demasiado modesto para hacerte ver en público.

A continuación apartó la vista de mí, cogió la botella de vino y me llenó una copa. Lo seguí mirando con firmeza, pero ya no dijo nada más del tema.

—Bueno, brindemos porque estamos todos hoy aquí y por muchas más reuniones como esta. —David levantó la copa y el resto le secundaron con sus expresiones dichosas—. Y porque la familia no se elige.

Entonces me lanzó una última mirada, con una sonrisa que pretendía transmitirme confianza. Yo no le devolví la sonrisa, pero brindé con él de todas formas.

Bebimos vino y charlamos durante alrededor de una hora. El prefacio a la comida se hizo ameno gracias a los tantos relatos sobre nuestras aventuras juveniles que David contaba con todo lujo de detalles. Poco a poco, no sé bien si por efecto del vino, fui animándome e integrándome en la conversación. Al principio obligado por ser uno de los protagonistas de sus historias, y luego comentando por propia voluntad hechos de los que me iba acordando. En cierto momento David sacó a la luz la historia del primer día de clase, cuando nos conocimos.

—No parabas de mirarte los zapatos, no sabía si estabas hablando o estabas contando las manchas del suelo, no se te escuchaba nada. —Había llegado al puntillo del vino y se le resbalaba la voz, pero eso lo hacía más divertido. Me reí por primera vez en toda la noche e incluso yo me sorprendí de mi reacción; empezaba a preguntarme con qué habrían mezclado la bebida—. Los niños son unos cabrones.

—Tú tenías algo más de frente —dije dando un nuevo sorbo a mi copa.

—Es que yo no entendía por qué se metían contigo. Vale que se burlaran de Tom, porque decía muchas tonterías y tenía menos personalidad que un calcetín. Y Vincent, uf, Vincent tenía una fantasía para contar historias. De cada diez cosas que decía, nueve eran mentira, y todos lo sabíamos. ¿Pero tú? Yo me lo pasaba genial contigo, te inventabas unos juegos súper chulos. A mí no me parecías tan raro como decían, solo era tu forma de ser.

—En realidad los juegos los inventaba Gabrielle.

—Y mira, Alek no ha pasado de soldado raso, cada dos por tres lo están mandando a pelar patatas. Y Vincent no te creas que ha llegado tan lejos, desde que acabó Leyes está llevando pleitos entre granjeros o algo así, siempre se está quejando de que le pagan una miseria. Al final el tiempo deja a cada uno en su sitio.

No es que no me alegrara de que aquellos dos recibieran en la vida ni más ni menos lo que merecían, pero si aquello era cierto, ¿en qué situación me dejaba? Las esculturas me habían destrozado la espalda, seguía estancado en una casa que se caía a pedazos porque Vanda se llevaba la mitad de los beneficios; menos mal que no se había empeñado en que le diera hijos. Y seguía sintiendo la misma soledad que me atenazaba desde siempre. Cuando por fin había encontrado a alguien, resultó en una relación tóxica de la que aún no había levantado cabeza. ¿Qué estaba haciendo mal para merecer toda aquella serie de desdichas?

Pero los malos pensamientos se disiparon tan pronto como el vino hizo su efecto.

La cena fue entretenida. Nos reímos, bromeamos, nos actualizamos sobre nuestras vidas. Los padres de David se apuntaron a nuestros juegos de palabras. Gabrielle y Vanda cantaron en el postre. Al final de la noche me sentí decepcionado por que hubiese pasado tan rápido. Después de cenar nos quedamos un buen rato charlando en la mesa del comedor. Al final de la velada, ninguno de nosotros podía resistirse a los bostezos. Por mucho que me pesara yo también tenía que irme a dormir. De modo que les agradecí de nuevo que me hubiesen invitado y me apoyé de la mesa para levantarme y coger mi bastón.

Ya nos estábamos despidiendo cuando Christopher me estrechó la mano con energía, me miró fijamente y me dijo:

—Oh, por cierto, Mikhael, antes de que te vayas necesito pedirte un pequeño favor.

Aquel pequeño favor que necesitaba pedirme pareció poner en tensión al resto de la familia, quien nos miró como si fuese a decir algo trascendental. Yo también tuve miedo, conocía de sobra esa frase.

—No me mires así, hombre, que no es nada del otro mundo —dijo con una carcajada—. Un profesor de la Academia Interna se ha retirado y todavía no han podido encontrar un candidato a la altura. Le prometí al director que encontraría al mejor sustituto y justo ahora que tenemos noticias de ti, he pensado que no habría mejor hombre para el puesto. Me preguntaba si te interesaría el empleo.

Me dejó igual de desconcertado como si me hubiera propuesto bañarme en el lago en enero: todo el mundo sabía que no era una buena idea, pero parecía divertido que otros lo probaran. ¿Qué iba a hacer al cargo de unos cuantos chicos? ¿Tenía yo cara de saber relacionarme con los jóvenes, o de ser capaz de estar al mando de algo? O no se daba cuenta de dónde había estado los últimos doce años, o solo me estaba inflando el ego sabiendo que iba a decirle que no.

—Te agradezco la oferta, Christopher, pero no creo que sea un buen momento.

—Entiendo que debes de estar muy ocupado con las esculturas, pero fuiste el mejor de tu promoción y sería estupendo que una mente tan brillante como la tuya pudiera ser aprovechada para las futuras generaciones.

Lo observé con recelo. Aun así, no sabía cómo rechazarlo con educación. Christopher no perdió tiempo y decidió contarme más detalles.

—Son doce horas semanales, de las cuales solo ocho serían para dar clase. Los honorarios son muy buenos y el trabajo es muy sencillo. Serían clases de diseño técnico y matemática avanzada para el primer nivel. No conozco a nadie con tanto conocimiento de estas materias como tú.

Suspiré. Vanda me dio un codazo y lo interpreté como una señal para que nos fuéramos. Seguía sin verlo claro, pero no me quedaba tiempo ni energía para encontrar la mejor manera de negarme.

—Lo pensaré.

—Claro, no hace falta que respondas ahora, piénsalo con tranquilidad. Hala, que paséis buena noche, pareja. ¿Habéis venido en coche? Mi cochero puede llevaros hasta casa.

Fue una despedida cálida. Gabrielle me dio otro de sus largos abrazos y le tuve que prometer que nos veríamos pronto. David y yo nos despedimos con algo más de confianza, aunque todavía quedaba un largo camino para cerrar la brecha entre nosotros.

Cada vez me sorprendían más las peticiones de favores de Christopher y estuvimos comentándolo Vanda y yo en cuanto perdimos de vista a la familia. Sabía por experiencia que lo pintaba como algo «fácil de hacer», que «no me iba a dar ni cuenta», pero luego surgían complicaciones, me quitaba mucho tiempo y tenía que mediar con gente a la que me hubiese gustado poder darle con el bastón.

—¿Ves como querían algo?

—Cállate. Eres un paranoico. Te ha dicho eso porque sabe que estás pasando un mal momento, solo quiere ayudarte. El codazo era para que dejaras de pensártelo, idiota.

—Tengo por norma desconfiar cuando alguien es demasiado amable.

—Acéptalo, aunque sea para dar clases sobre cómo ser un imbécil sin remedio. Sea un complot contra ti o no, te vendrá bien una excusa para salir de casa.

Y solía tener más razonamiento que yo, así que tuve la tentación de pensarlo. Con toda seguridad me habían metido algo en el vino.

—¿No crees que es demasiado pronto para ponerme a dar clases?

—Tú estudiaste Ingeniería Militar, ¿no? Pues ya está. Si hasta una cabra sabría dar clases si le dieran un libro.

—No estoy hablando de eso, Vanda.

—¿Qué? No me digas que te da miedo ponerte delante de cuatro o cinco empollones. Son de tu especie, seguro que os entendéis.

Suspiré. O ella no comprendía nada o no lo comprendía yo. Como fuese, si creía que era tan fácil, puede que estuviese haciendo un drama por nada. En el fondo no me parecía tan mala idea. En la Academia Interna podía sentirme cómodo: había pasado ahí los mejores años de mi vida. Qué mejor lugar para volver a integrarme en la sociedad que impartiendo conocimiento a quienes les interesara recibirlo. Tal vez ese era el problema al que intentaba encontrar solución: la necesidad de volver a sentir que tenía control sobre mi vida. Si rechazaba aquella oportunidad por la incertidumbre estaría permitiendo que causas ajenas a mí cogieran las riendas. 

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