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Él jamás pensó en algo semejante.

Era obvio que esas marcas representaban laceraciones de un cinto o una fusta, pero jamás, que era un castigo impuesto por un enfermo sexual y depravado que violaba a su propia novia.

Comenzó a llorar como un niño, intentando detener las repeticiones de todo aquello que había dicho Analía: imaginar al calvario de Aldana lo desolló.

Odiaba esa sensación de abandono y vació que desde que ella se había ido lo azotaba. Él, además de ser un tipo impulsivo, también contaba con una buena cuota de instinto; ese que lo había llevado a montar un negocio en Francia y que le fuera de maravillas, el mismo que le permitía seguir haciendo de "Fármacos Heink" un negocio próspero y el que le decía que Aldana no era la mujer calculadora y perversa que vendió aquella fórmula secreta.

Era sábado, ya había pasado una semana desde que Analía le había cantado las cuarenta y él continuaba dándole vueltas al asunto; no se convencía de que Aldana era inocente. Tampoco, de que era culpable.

Descansando sobre las pruebas presentadas, mirándolas todas y cada una de ellas durante las malditas noches en su computadora, se había dejado obnubilar por una sola versión de las cosas.

Pensó en una contraprueba, una investigación paralela, otro análisis de la situación; la posibilidad de que Mercedes hubiera sido la autora intelectual, no le resultó descabellada.

Todo, mágicamente, comenzó a tener sentido en su cabeza: ella misma había vendido la idea a Otto con el objetivo de inculpar a Aldana y de ese modo, quitarla de su camino. Del camino de Tobías.

¿Tan siniestra podía ser? ¿Tan vil?

Con una sonrisa ladeada cargada de resignación y bochorno, se dio cuenta que había caído en su trampa, tal como hacía ocho años atrás, cuando le dijo que estaba embarazada y no era cierto.

Maldijo su flojedad, maldijo su idiotez, pero, también, se culpó por no haber creído ciegamente en el amor de su vida.

Levantó el tubo de teléfono y llamó a su abogado, Valentín Salvatierra, quien se encargaba de sus asuntos en París y la tenía muy clara con todo lo que estaba relacionado con bienes personales y tributaciones al fisco.

Lo había conocido por casualidad en España años atrás, en un evento al que Tobías asistió junto a Leonor Rentería, una de sus tantas conquistas. No tardaron en hacer buenas migas, sobre todo, porque ambos eran argentinos y estaban más que aburridos en ese lugar.

Estrecharon vínculos y los conocimientos del abogado en derecho internacional y fraudes financieros, captaron la atención de Tobías. Desde ese momento, se mantuvieron en contacto, comenzaron a trabajar juntos y a pesar de no ser grandes amigos, se escribían con cierta frecuencia. 

  ―¿Cómo está Trinidad? ―Preguntó Fernández Heink por la esposa del abogado, embarazada.

―Bien, pero las náuseas la están matando. Odia al obstetra: le dijo que generalmente le duraban hasta el primer trimestre, pero ella lleva seis meses y no hay mañana en que no vomite.

―¿Ya saben el sexo?

―Varón. Nos lo dijeron hace unos días.

―¡Felicitaciones, hermano! Qué buena noticia.

―Gracias, pero sinceramente, me daba igual. Como dicen las abuelas ¡mientras estuviera sanito! Lo buscamos tanto que no pudimos dejar de llorar cuando tuvimos el positivo en nuestras manos. ―Tobías tragó deseando que ese momento algún día tocase su puerta.

Conversaron de temas familiares por un rato; Tobías lo puso al tanto de los bienes personales que le habían quedado tras la herencia y el destino que quería para los mismos. Valentín se sorprendió ante el desarraigo de Tobías con su casa familiar; él daría lo que no tenía por recuperar la vivienda de sus padres, en San Rafael, Mendoza, la cual quedó destruida tras el incendio ocasionado por su hermano adoptivo, Simón.

"Pura Sangre"  (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora