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Con la mirada, Jorge se despidió de sus hijos. Sin poder hablarles ni expresarles cuánto los amaba y lo mucho que lamentaba haberse equivocado tanto, cerró los ojos.

Su respiración era discontinua, lenta. Teresa, Mercedes y Tobías estaban sentados sobre la cama; Jorge quería morir en su casa, en ese hogar en el que habían concebido a su mayor orgullo, a su hijo Tobías.

Los llantos de las mujeres eran medidos, contenidos. El muchacho le acariciaba las manos, perdonándolo y en simultáneo, pidiéndole perdón por haberse rebelado tantas veces, por no ser el hombre que él quería.

Lamentó haber estado tanto tiempo lejos de casa, lejos de los afectos.

Durante toda la semana había faltado a la oficina porque desde el día posterior a su última cita con su secretaria, Jorge empeoró significativamente; aunque se mantenía en contacto vía telefónica con Gio y con Aldana, obviaba hablar con ella más de lo necesario. La muchacha respondía amablemente, comprendiendo que la situación de la familia ameritaba discreción.

Dana extrañó ir a comprarle el café, hacer el repaso de la agenda y esas miradas cómplices que fogueaban las fantasías del otro. Por una semana, cuando regresaron de Brasil, ella había disfrutado de su compañía, de sus mimos, de sus besos y de sus anécdotas. Pudo ver que detrás de ese galán que no tenía miramientos a la hora de la conquista y que se había ofuscado por no tener sexo con ella, había un joven con sueños, anhelos y un niño que había sufrido mucho.

Todo se había ido al demonio cuando ella no quiso avanzar y se rehusó a ser como una más del montón.

―Por favor, mantenéme al tanto de la salud de tu padre. ―Murmuró Dana el viernes por la mañana, la última vez que hubieron hablado por teléfono. Él no podía negárselo, ella lo estimaba mucho y sabían de boca del propio Jorge lo importante que eran el uno para el otro.

―Quedáte tranquila.

Cuando a las ocho de la noche la muerte ennegreció el día y la vida de Jorge Fernández Salalles llegó a su fin, los llantos desconsolados no tardaron en hacerse presente en esa habitación con olor a desinfectante y medicinas. Tobías abrazó a Teresa y a su media hermana y las lágrimas también fueron parte de su sentir.

Ya no hablarían más de Independiente, ni de los caballos, mucho menos sobre cuestiones de la empresa. A partir de esa noche, Tobías caminaría solo para todo. Jorge había dejado de sufrir; su lucha había sido desigual y violenta.

Los tres permanecieron un buen rato en la habitación hasta que Teresa se puso de pie para llamar al médico de la familia, Héctor Tudesca, y a Ibar, el abogado para que llevara a cabo los trámites policiales pertinentes por tratarse de una muerte en un domicilio particular.

Tobías se encargó de poner al tanto a su amigo Gio.

Mercedes le besó la frente a quien había sido su padre. El verdadero y único.

Tobías dudó en anoticiar a Aldana, al menos mientras estuviera junto a Mercedes, ya que lo que menos deseaba era que ésta le pidiera explicaciones. Guardó su celular y prometió llamarla un rato más tarde, cuando tuviera los detalles del funeral.

En la cocina, todo era desazón. Las empleadas lloriqueaban y los hombres, más duros, gimoteaban. Ese era el escenario. Tobías tuvo la desagradable tarea de informales que no realizarían velatorio sino una breve ceremonia.

Teresa fue a la cocina para notificar que se había contactado con la gente del cementerio donde anualmente pagaban la parcela de su jardín de paz.

―¿No van a llevarlo a Recoleta? ―preguntó Tobías, disgustado.

―Tu padre y yo estuvimos pagando este servicio desde hace muchos años. ¿Por qué habría que llevarlo allá?

"Pura Sangre"  (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora