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Acostumbrada al horario de oficina, despertó temprano. Se vistió con esmero, tomó una ducha y con la incertidumbre instalada en su cuerpo, bajó a desayunar desando toparse con su jefe, algo que finalmente no sucedió. Decepcionada, pero comprendiendo que la gala se había extendido demasiado y que al mediodía él tenía un almuerzo de negocios con dos titanes de la industria, supuso que su jefe saltearía esta etapa del día.

Desde su habitación respondió algunos mails, conversó telefónicamente con Analía, a quien no le mencionó de su beso nocturno para no alterarla y salió a recorrer la ciudad. Caminó por las callejuelas entreveradas del centro, paseó por la costanera y capturó algunas postales con su teléfono.

En el Mercado Modelo, un sitio popular destacado por su gastronomía y la venta de chucherías y trabajos manuales, se sintió en el paraíso. Muchos puestos de venta de ropa, calzado, artesanías con precios accesibles y variados, incluso, predispuestos al regateo, la animaron más de la cuenta.

Pasó varias horas mirando cosas, gastando algunos reales y convenciéndose de llevarle a Analía un buen regalo. Escogiéndose para ella y su amiga unas sandalias trenzadas de estilo romano, las reservaría para el verano entrante; abril, con jornadas que oscilaban entre los 15 y 20 grados, no era un mes para andar con los pies descubiertos en Buenos Aires.

Compró un imán para decorar su heladera; recordó cuando de pequeña le gustaba atesorarlos, uno por cada sitio visitado.

Su padre era petrolero, trabajaba en las bocas de pozo en Santa Cruz o Neuquén según el destino que le tocaba en suerte. En el campo, pasaba quince días en tanto que la otra quincena, estaba de regreso en su casa.

Rafaela Cutrencó, cuando estaba con su hija era una mujer jovial, salía con ella a hacer las compras y visitaba a su suegra Frida y a su cuñada Emilia a quienes adoraba.

Cuando Lorenzo Antur regresaba de trabajar, se transformaba otra persona. Rafaela se derrumbaba, convirtiéndose en una muchacha sumamente introvertida y débil. Siendo una adolescente, a la hija de la pareja le costaba entender el funcionamiento del matrimonio de sus padres hasta que, analizándolo fríamente, supo que el problema o al menos quien era el culpable de ese cambio de actitud en su madre, era ni más ni menos que Lorenzo.

El hombre bebía mucho, quizás como consecuencia de sus largas jornadas laborales en un lugar árido, antipático y hostil. La psicología de los trabajadores era algo que siempre estaba en vilo y que, de no atenderla, representaban temibles fantasmas. La tasa de suicido era superior a la media y la depresión, una amenaza constante; en Lorenzo, el alcohol era su peor enemigo.

Sin saber cómo ayudar a Rafaela, Dana comprendió que el único modo era no ser una carga para su madre, que estuviera orgullosa de ella, de sus logros y demostrar entereza para aceptar los desafíos de su edad.

A los trece años, cuando su período se hizo presente por primera vez, se lo guardó para ella ya que su madre había recibido una feroz paliza que la dejó con el ojo morado y un diente flojo.

Aldana siempre presenciaba los arranques de violencia de su padre; tentada en llamar a la policía, era cómplice del silencio de Rafaela.

―Tu papá es así. Ya lo conozco. Después se le va a pasar. Yo me porté mal con él. ―Se excusaba, sumida en una espiral de mentiras y maltrato.

A dos días de su cumpleaños número quince, contó el dinero para retirar ese vestido amarillo con flores que tan bien le quedaba y con el que tanto había soñado.

Su padre regresaría justo para el 2 de noviembre, el día del festejo que, con mucho esfuerzo monetario, habían podido organizar.

Aldana fue hacia lo de "la Mary", la modista que le agregaría una puntilla al ruedo del vestido para hacerlo más elegante, pero como la mujer no estaba en su taller de costura, la jovencita regresó a su casa con el dinero en la mano y con la intención de regresar más tarde.

"Pura Sangre"  (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora