CAPÍTULO VEINTICINCO

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El aire de septiembre comenzaba a despertar el espíritu dormido de las fiestas de fin de año, las casas que aún guardaban dinero estaban siendo pintadas, y en cada cuadra algún muchacho descalzo jugaba con un volatín en las calles de un Santiago pobre y sobrepoblado.

La crisis económica del veintinueve había golpeado con fuerzas inusitadas a Chile, siendo la peor parte de las consecuencias vividas en el año 1932; la caída de la economía dio paso a un extraño periodo de crisis políticas finalizadas con el inicio del gobierno de Arturo Alesandri en octubre del año recién mencionado.

José de Alarcón de veintinueve años observó cada uno de esos cambios con calma, y luego desespero guardando la esperanza de apreciar alguna mejoría, de escuchar alguna noticia del amigo que de un día para otro había desaparecido de su vida.

A principios del noveno mes de 1933, aunque había conseguido su sueño de casarse con la mujer que amaba luego de mucho esfuerzo y papeleo, y a pesar de que tenía un buen puesto de trabajo, José se sentía infinitamente vacío, debido a su incapacidad de ayudar. La fe en Dios, y el amor que profesaba a su cónyuge le daban la fuerza para mantenerse en pie cada día, mas el sufrimiento ajeno lo sentía como propio y participar en las ollas comunes no le era suficiente; cada día alguien llegaba a su puerta a pedir un vaso de agua, o una porción de comida por pequeña que fuera, niños y niñas pasaban pidiendo pan duro y él por más que intentara servir, nunca alcanzaba a hacer mucho, poco a poco se le escapaba la cordura y le invadían deseos de huir de todo, de huir de su tiempo.

María, su mujer de ya veintitrés años había optado por estudiar en la universidad y el tiempo que pasaba en casa era escaso, por lo que José tenía horas para torturarse en sus dependencias aprovechando la soledad, ya que cuando ella estaba en casa, deprimirse era casi imposible. Repasaba en esos momentos solitarios, cada noticia nacional e internacional del diario, escribía cartas y cartas al director, buscando satisfacer su necesidad de entregar sus opiniones sociales a la clase política, aun sabiendo que incluso contado con un milagro, salir adelante luego de una crisis social, económica y política tan grande, era un sueño inalcanzable.

Pero lo que más le molestaba era esa salida que emprendía cada sábado por la mañana, esa que le hacía llegar a la casa en la que alguna vez encontró a un amigo; la familia que allí vivía era tan diferente ahora...ya no estaba Alexander, ya no estaban las sonrisas de ambos jugando o leyendo alguna novela, ya no discutían las materias del colegio, ya no cantaban canciones desafinadas, ya no se miraban y reían sin ningún motivo, ya no escuchaba la voz del otro llamándole "hermano", y aun así, en ese hogar a nadie parecía importarle, como si aquello no hubiese estado nunca en primer lugar. José trataba de no pensar en eso, de entender que lo habían dado por muerto, pero incluso así no podía evitar sentir enojo cada vez que veía a la madre de su amigo abrazar a sus otros hijos y recibirlo a él con ciertas dudas en la mirada.

"No es que me mire mal, no es que dude de mi relación con su hijo, es que está enferma y las visitas han comenzado a incomodarle, es solo eso". Era lo que se repetía a sí mismo cada vez que iba a esa casa.

Tampoco es que pudiera dejar de ir aunque quisiera, siendo el segundo mayor de los hijos aún un estudiante, la familia estaba siendo mantenida en secreto por el joven, pues sabía que Alexander habría hecho lo mismo de estar enfermo su padre y ausente él.

Una noche, ya por mediados de septiembre, mientras él y María se encontraban tomando once, alguien golpeó la puerta de entrada con notoria urgencia. Al abrirla, descubrió que un hombre de quizás treinta y cinco años, vestido de negro le esperaba con una sonrisa.

—¿Es usted don José de Alarcón? —cuestionó a pesar de tener la certeza.

—Así es. Dispénseme, pero ¿con quién tengo el gusto? —contestó con calidez el joven.

CONFIESO QUE NO CREO [COMPLETA]Where stories live. Discover now