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I

Volaba sobre una nube. Se agarraba a la nada, la velocidad era vertiginosa y no quería caerse. Y, sin embargo, todo pasaba tan lento a su alrededor. Dolía, incluso. No soportaba ir tan rápido mientras todo lo demás se ralentizaba. Él también quería ir lento. El también quería tomarse un respiro. Vivir en la tierra. Moverse despacio. Suspirar sin ahogarse. Pero era una estrella fugaz en medio del resto.

Todo era color, todo se transformaba en círculos y triángulos, todo en formas sin sentido, masilla de carne y huesos y plástico y serrín y ceniza y roca. Trataba de sujetarse a la bola de materia que se formaba a su alrededor, pero se le escurría, la repelía. No lo quería, y el viaje era turbulento.

Tanto que, al primer frenazo, el primer aliento reflexivo salió disparado junto a él por el abismo de la absoluta nada, y todo se asomaba para verlo estamparse contra el suelo. Pero el suelo no llegaba, y cada vez estaba más lejos. Y más lejos. A metros. A kilómetros. A eternidades, tantas que el rastro de luces se apagaba como una llama. La realidad, todo lo que conocía, todo era fuegos artificiales disipándose en el firmamento. Y él tan solo caía.

Cerró los ojos. Los abrió. Y se encontraba tumbado en una bañera de agua helada. Escocían todas sus extremidades. Tendrían que escocer, al menos, porque no sentía nada. Su cuerpo se sumergía en un bloque de hielo que resquebrajaba la cerámica. Varios rostros desconocidos lo miraban, sus brazos cargados con picos, envueltos en murmullo y risas. Una mano le tiró del cabello y le arrancó varios mechones que planearon hasta cubrir la bañera, rojizos, encrespados, quebradizos, manchados, entintados. Se bañaba en un bloque de pelo ensangrentado. O a lo mejor el color carmesí del agua congelada provenía de sus heridas. No podía saberlo, y su mente se nublaba.

Unos ojos marrones, pardos, desorbitados. Era lo único que podía distinguir con claridad. Las yemas de sus dedos, sobre sus mejillas, sobre su cuello, lo miraban fugazmente, lo recorrían, reventaban el hielo a puñetazos, y la sangre de sus nudillos se entremezclaba, y lamía sus cicatrices, se quemaba, ardía.

La necesidad se sumergía con el terror y la torpeza y el caos de intentar hacer algo que nunca antes se ha hecho. Ni siquiera en sueños. Trató de mover los brazos para detenerlo, pero era incapaz de controlar sus movimientos. Lo golpeaban. Lo arañaban. Lo arrastraban lejos de la suciedad del lavabo ennegrecido a la suma oscuridad. Y lo besaban. Lo estremecían, aunque él no sentía nada. Nada. Nada. Pero su cuerpo temblaba. Él entero temblaba, y su mente entraba en modo automático y lo observaba todo, sin dejar que perdiera un solo detalle de su vista.

Un foco de luz inmenso lo cegó por unos instantes. Solo podía distinguir una silueta horrorizada. Y parpadeó, y la luz lo rodeaba, y él se tumbaba en una cama incómoda, y había mucha gente corriendo, y no podía reconocer a nadie y a la vez, un rostro sin facciones le resultó familiar. No sabía de qué. Tomó su mano, la estrujó, la besó y un tinte azul brillante empezó a rebosar de ella, cayendo por su brazo, dibujando sobre él, y se sumía en un mar de reflejos con aquella persona que lo sacaba de entre las sábanas, que lo arrastraba bajo los focos hasta sacarlo, y sus pies chapoteaban en un inmenso lago.

No cubría más allá de sus pies, descalzos, pero se extendía por todo el horizonte. Caminaban. Paseaban. Corrían. Huían. Y luego paraban para volver a caminar tras un breve respiro. Y no soltaba su mano, que borboteaba tinte a trompicones, a golpes. Lo detuvo. Lo obligó a parar. Quería mirarlo. Saber quién era. Pero su rostro estaba vacío, y dibujó en él con sus dedos dos puntos y una línea recta para poder atenerse a algo que pareciera real. Y se arrepintió tanto de hacerlo que lo soltó y corrió en otra dirección. Era un rostro terrorífico que se desfiguraba mientras la pintura caía a cada segundo que pasaba, a trompicones, como si le hubiera rebanado la cara.

Cucarachas BlancasWhere stories live. Discover now