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I

El lunes, Steve se despertó antes de que sonara el despertador. Quiso seguir durmiendo, pero los astros se alinearon para no dejarle hacerlo y acabó dando vueltas y más vueltas hasta que se notó la boca seca.

Exceptuando las tormentas que acechaban de cuando en cuando, durante las cuales la temperatura bajaba apenas dos grados, el sol matutino lo cegaba al subir las persianas. Le costaba acostumbrarse, aunque estaba seguro de que era así con absolutamente todas las demás personas del mundo.

Lo que más le gustaba del verano era salir de la cama y no sentir que se le congelaban las piernas. Cuando llegaba el invierno, vivía con las mantas siempre por encima.

Buscó sus zapatillas de casa y salió del cuarto arrastrando los pies. Pasó primero por la cocina y abrió la nevera para sacar la botella de agua fría. Bebió directamente de ella, aprovechando que era el primero en levantarse y que, por lo tanto, nadie le echaría la bronca por ello.

Buscó después en la alacena algo dulce. Cereales, no; tostadas, tampoco; un bollo de mantequilla... Por ejemplo.

Cuando el reloj marcaba las ocho menos veinte pasadas, River entró en la cocina y lo miró como si se tratara de un bicho raro.

-¿Cuánto llevas aquí?

No supo responder. Veinte minutos, quizás. Hizo un gesto de no saber nada.

-Buenos días a ti también – espetó.

Su prima le sacó la lengua y se dispuso a desayunar. Decidieron ir juntos por el camino. Ella le habló de las pocas ganas que tenía de ir a clase y él no le prestó demasiada atención. Notó un par de golpes en el hombro y, cuando se giró a preguntarle por qué lo maltrataba a primera hora de la mañana, River señalaba un grupito detrás de nosotros. Eran una chica y un chico, los dos pelirrojos. Él era un poco más bajito que ella.

-Voy con ellos – la sonrisa de su prima contrastaba con lo mucho que se había estado quejando. Casi notaba un rubor en sus mejillas, pero no estaba muy seguro de si era por el sol o por qué. Decidió no darle importancia.

-Hm – asintió con la cabeza y siguió andando.

La entrada estaba más concurrida de lo habitual. Un cartel anunciaba la llegada de los estudiantes de intercambio con Francia, que iban a asistir a las clases de un curso inferior al suyo. Le restó importancia y se adentró en el viejo edificio.

En su aula vio a Nana, ya sentada en su sitio, mirando a través de la ventana. Cuando Steve se acercó a su silla, ella lo miró con una expresión algo indescifrable. Parecía querer preguntarle algo, a juzgar por la forma en que jugaba con su propio cabello.

Se saludaron y él clavó sus ojos en sus zapatillas como si fueran lo más interesante del mundo.

-¿Qué tal el viernes? – no se anduvo con rodeos.

-Bien.

Steve contestó con rapidez, sintiendo calor en las mejillas. No estaba muy seguro de si se debía a la mirada de la joven clavada en él o al recuerdo de las palabras de Matt. O de su abdomen amoratado. Ella suspiró antes de volver a hablar, esa vez en susurros.

-Me alegro – y supo que ya debía de haberlo hablado con Matt –. El pobre estaba preocupado.

La miró y se topó con una sonrisa amplia. Era tierna, y solo demostraba que ella también se preocupaba por él, a pesar de lo mucho que se metía con él en sus conversaciones. Se quedó ensimismado observando su rostro. Se dio cuenta de que tenía tres lunares en fila, justo debajo de su ojo derecho. Era realmente atractiva y apartó la mirada antes de que pareciese raro seguir embobado.

Cucarachas BlancasWhere stories live. Discover now