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Era la primera vez que tenía un momento zen en mucho tiempo, y no había mejor manera de describir la situación en la que ambos se encontraban.

Enterrada en el sillón de su madre, se tapaba con mantas y se refugiaba tras la taza humeante cargada de medicina. En vez de llevar un libro, había optado por coger un cuaderno de anillas grandes. No tenía tapas y la poca delicadeza con la que apuñalaba el papel con la pluma no parecería propio de ella a los ojos de los demás. Su expresión cambiaba según escribía. Cuando tachaba algo, fruncía el ceño y la punta frotaba la hoja de tal manera que se escuchaba sobre la melodía de fondo. Él observaba su rostro según sonreía y según tomaba un aspecto sombrío. A veces, parecía triste, insegura e incluso asustada. Y otras, se calmaba, o perdía toda expresión, o se quedaba quieta un rato, pensando. Y luego releía y sonreía, la mayoría de veces con algo de amargura. Lo sabía porque su madre ya se lo había dicho con anterioridad. Creía que era lo habitual. Se preguntaba si él también se vería así al escribir, si las teclas de su ordenador sonarían tan fuertes, si se convertía en una persona tan diferente. 

Él se había asentado en el sofá con el portátil sobre el regazo. Sorprendentemente, había tenido la decencia de dejarse puestos los pantalones. A lo mejor, el calor del disco duro lo chamuscaba de más. Lo rodeaban los cojines y se desplazaba con el ratón. De cuando en cuando, sobrevolaba la estancia, como si hubiera olvidado que estaba allí. Se topaba con ella y con la música y entonces miraba al techo y apoyaba la cabeza en el respaldo. Se llevaba los dedos a la boca, a punto de morderse las uñas. Y en cambio, tan solo se palpaba los labios. Su expresión, a pesar de todo, se mantenía impasible. No sabía qué pasaba por su cabeza. Era un enigma, y compartir habitación se convertía en un juego del gato y el ratón. No podía permitirle pasar y dejarla llena de dudas. Bastante tenía con sus pensamientos intrusivos, como para aguantar los de un egoísta que se encerraba en su mente. Tenía una especie de ventanal en el cerebro con cristales atenuados. Sabía que algo pasaba allí, pero era incapaz de distinguirlo.

Sin embargo, la emisora de música clásica la embriagaba. En el fondo, le gustaba esa calma, por mucho que las alarmas avisaran de que tenía otras mil cosas sin resolver en la vida. Y en un momento, bajó su guardia y suspiró. Tenía que atacarlo.

-¿Página en blanco?

Lo pilló desprevenido.

-¿Perdón?

-Preguntaba si suspirabas porque no te salía algo.

-Ah. No, estoy revisando algo.

-¿De qué va? 

-Todavía no lo sé.

Aquello la extrañó.

-Hombre, si lo has escrito tú...

-Lo escribió un amigo.

-Oh -pensó por unos instantes-. ¿Entonces no escribes?

Una balada de piano comenzó a sonar.

-Sí que escribo.

-¿De qué?

-Un poco de todo, según me dé. Suelen ser relatos, pero estoy pensando en hacer algo más largo.

Si eso tuviera todas las respuestas a sus dudas, lo compraría y lo psicoanalizaría.

-¿Escribes cosas turbias también?

Se hundió en el sillón según preguntaba, como si se arrepintiera del comentario. Se escondió un poco con la manta, tapándose hasta la nariz.

-¿Cosas turbias?

-Sí, como las que lees, como la del padre ese.

-El que maltrata a su hijo, pero sigue sorprendido de que lo odie. 

Cucarachas BlancasWhere stories live. Discover now