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Como siempre, no sabía qué decir. Perdía la mirada en el vacío y deseaba que le salieran las palabras, pero enmudeció por completo. Como si no comprendiera idioma que pudiera ayudarlo. Era inútil. Inútil del todo.

Él siempre tenía algo que decir en momentos como ese y, sin embargo, su silencio pesaba como un muerto a sus espaldas. Le gustaría acercarse, darle un par de palmadas, susurrar alguna mentira reconfortante, dejar que llorara sobre su hombro.

Pero él no lloraba. Y no sabía cortar las distancias, como si una barrera los separara. Eran dos personas al borde de un abismo, pero era más que obvio que no veían lo mismo.

Todo era tan anticlimático. El sol poniente barnizaba de naranja y amarillo la estancia y los bañaba en un calor suave, perezoso, incluso agradable. Era una burbuja de primavera tardía, el día más bonito y el atardecer más sobrecogedor del año y de la historia entera, reflejada el momento más sombrío y la angustia más asoladora. Un cóctel alienígena que excedía la casualidad y se hundía en la mayor de las ironías.

Escuchaba las agujas del reloj y su corazón en armonía, y se preguntaba si, de no estar allí, qué sería de él. ¿Lloraría como un niño o gritaría y estallaría en la frustración? Tragó saliva al imaginarlo, era un volcán y sus enfados eran más desagradables que la lava. Se haría daño si se dejaba llevar por esos impulsos que tanto lo ponían a prueba.

Y mientras las horas incendiaban la sala, ella no podía hacer nada más que mirar y callar.

Cucarachas BlancasWhere stories live. Discover now