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I

Rick se encontraba en la otra punta de la habitación. No era como lo conocía. Era más joven, cerca de los treinta. No se parecían mucho, pero se sentía como si se estuviera observando a sí mismo. El estómago se le encogió cuando sus ojos azules lo miraron y sonrió. Apartó la vista para fijarse en su entorno.

Era una sala de espera blanca y no había nadie más. Se sentía tan pequeño entre esas cuatro paredes, tan lejos las unas de las otras. En una de ellas, se abrieron las puertas. Una mujer de pelo negro y ojos claros se asomó y Rick salió disparado de la silla a su encuentro. Ella lloraba y sonreía, y él la abrazó con fuerza.

Steve se estremeció. Aquellos eran sus padres.

Se quedó mirando el techo mientras desaparecían y aparecían de nuevo, una y otra vez. La barriga era cada vez más grande y, cuando volvió a cruzarse con los ojos de Rick, intentó decir algo. Pero no pudo, y las puertas volvieron a abrirse y su padre besó a su madre, y luego su barriga. Se sintió extraño cuando se marcharon.

Parpadeó y la sala se transformó. Era la entrada de su casa. Y la mujer salió y se quedó mirando al hombre, que solo le dedicó una sonrisa forzada. Y pasaba el tiempo, y Steve no lograba moverse, tan solo observar cómo Rick entraba y salía de su casa y perdía la sonrisa.

Tan solo quería vomitar. Y llorar.


II

Cualquiera que le mirara a la cara podría jurar que Steve seguía enfermo. Aunque solo estaba cansado. Pero como parecía a punto de vomitar la gran mayoría del tiempo, se permitió no ir a clase por lo que quedaba de semana. Al fin y al cabo, no tendría exámenes en un tiempo.

Había algo especialmente curioso en la manera en la que los días se estiraban. Eran chicle pegado en el cabello. Dormía mucho y descansaba poco, apenas nada. Al despertar, se sentaba frente al ordenador para escribir. Se levantaba solo para ir al baño y para comer algo. Se arrastraba por el pasillo y lo único capaz de sacarlo de la enredadera en su mente era escuchar los pasos de su vecino al son de la música.

Aquel viernes tuvo una idea que lo haría moverse un poco. Rebuscó entre vídeos varios lo que le parecía más sencillo. Un tutorial de baile. No tenía nada que perder. Completamente seguro de que no había nadie en casa -y tampoco llegaría nadie hasta el mediodía-, subió el volumen lo suficiente como para no oír sus propios pasos sobre la moqueta. Y le gustó, aunque se sentía torpe. Era divertido. Algo, al menos. Era como si hiciera algo productivo.

Aquella noche durmió del tirón.


III

-Steve...

En el momento en que River se asomó por su puerta con una sonrisa dibujada en los labios y un plato de croissants, supo a la perfección que le iba a pedir algo. Estaba completamente vestida, y se preguntaba qué hora sería.

-Son las doce.

-Huh -gruñó desde la cama, removiéndose en las mantas-, ¿por qué no me has despertado antes?

-Créeme, he entrado. Soy la que ha entornado las persianas -eso explicaba que hubiera luz-. Pero nada, así que te he dejado dormir.

-Oh, gracias -se estiró como un gato antes de recostarse un poco y se frotó los ojos-. Huh, ¿y eso que suena de fondo?

La melodía era dulce y tranquila. Acariciaba sus oídos y lo llenaba de una sensación de nostalgia. Le sonaba haberla escuchado antes, en películas. Si River no estuviera delante, se imaginaba capaz de escribir algo con esa música de fondo.

Cucarachas BlancasWhere stories live. Discover now