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-Pasas demasiado tiempo con él.

Ignoró el comentario de su padre y se dirigió a su habitación. A lo mejor tenía razón, pero no podía evitarlo. Hacía algunos meses que era consciente de ello.

Se sentó en aquel sillón que le regalaron por su último cumpleaños y se estiró hasta alcanzar el libro con el que llevaba entretenido un par de días. Era denso, pero era lectura obligatoria. Un ladrillo que no le iba a solucionar la vida de ninguna manera. Ya había comprobado que no había adaptación cinematográfica, y leer resúmenes con faltas de ortografía en internet tampoco parecía una idea especialmente atrayente.

En clase, no dejaba de escucharlo hablar sobre novelas. Sus ojos azules brillaban como si de un niño de cinco años al que le han dado un caramelo se tratara. Cuando compartía su almuerzo, también ponía esa misma expresión, sobre todo cuando era dulce. Siempre había sido así, aunque las gominolas habían sido reemplazadas por pasteles y los cuentos por historias sobre la búsqueda frustrada del sentido de la vida de personajes con vidas catastróficas. Quién iba a decir que alguien como él podía ser tan sádico. Seguro que estaba disfrutando con la hecatombe que narraba aquel libro que se le resistía hasta en el mejor sillón de la casa.

Se lo imaginó tumbado sobre la gran cama blanca, en su cuarto, devorando las páginas. No le importaría recostarse a su lado, y escuchar cómo relataba aquella locura con su voz, pausada, deseosa, lasciva incluso, mientras describía la desazón del protagonista. Era una versión mucho más corrompida de las tardes en las que le contaba cómo el cazador sacó a la abuela del estómago del lobo, apenas unos años atrás.

Los cojines del sillón que siempre parecían arroparlo habían decidido axfisiarlo mientras sucumbía más y más a aquella fantasía. Sintió unas terribles ganas de huir para encerrarse en el baño. Llenaría la bañera y se sumergiría, y no saldría hasta sentirse limpio. Y eso mismo hizo, abrió el grifo y se tumbó. El cosquilleo del agua cálida le produjo un escalofrío y recordó por enésima vez los ojos de su amigo.

El calor lo intoxicaba. ¿Era el agua? Se obligó a pensar en que lo era. Y sus manos recorrieron su cuerpo, y se sentía sucio, pero no podía resistirse a sus instintos. Intoxicaban su mente, y sabía perfectamente que tenía que cortar de raíz el pecado.

Su padre tenía razón. Siempre la tenía. 

Pasaba demasiado tiempo con él.

Cucarachas BlancasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora