II. HEY BROTHER.

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R

Supongo que debería decir que había hablado demasiado deprisa. Mi primo, y mejor amigo, Kendrick –al que yo siempre que me surgía la oportunidad le llamaba Ken- había conseguido que nos metieran de lleno en la elitista lista de la fiesta que iba a dar el idiota de Patrick Weiss; a pesar de que mis padres, al enterarse de la noticia, estuvieron más que de acuerdo en que debía asistir, yo cada vez estaba menos seguro de ello. Habría chicas y, sobre todo alcohol, pero también habría problemas; y, siempre que aparecía en alguna frase la palabra “problemas” siempre iba seguida de mi nombre.

Por lo general no era una persona violenta, pero cuando alguien se pasaba de la raya, de ese pequeño límite entre la broma y la seriedad… bueno, no podía reprimirme. Sabía que era la comidilla de todo Bronx, que todas las revistas siempre sacaban alguna noticia sobre mis desaventuras, pero yo no podía evitarlo. Era joven y quería vivir mi vida antes de que mi padre decidiera meter sus arrugadas –y manchadas de sangre- manos para entrometerse en ella y cortar mi limitada libertad.

Para Charles Beckendorf, mi vida y la del resto de mi familia le pertenecían únicamente a él; mi padre era el que movía todos los hilos y el que, cada vez que consultaba algún periódico o le llegaba algún soplo sobre mí, se encargaba de recordarme a voz en grito que si sabía quién era él y las consecuencias que tendrían mis actos en su carrera. «Si quieres seguir por ese camino, al final acabarás en cualquier barrio marginal y habrás hundido a tu familia. Y, entonces, ese día dejarás de ser mi hijo y me encargaré de recordarte cuánto daño nos has hecho», ese era el argumento que más le gustaba y al que más recurría cuando se trataba de echarme una buena bronca. Lo cual sucedía día sí y día también.

Mi padre tenía clara una cosa: que no le importaba pisar a nadie, aunque fuera su propia familia, para conseguir llegar al poder. Ser Cónsul significaba que estaba a un pequeño escaloncito del poder y mi padre adoraba el poder. Aunque, con el Cónsul Clermont aún vivo y respirando, mi padre aún tenía un obstáculo que pensaba eliminar. El problema es que la familia Clermont también intentaba liquidarnos a nosotros.

El odio era recíproco, obviamente.

Como el odio que sentía yo en aquellos momentos hacia la estúpida pajarita que mi madre había insistido en que llevara a esa patética fiesta. Simplemente iría a beber y a divertirme, no a lamerle el culo al gilipollas de Patrick Weiss. Aunque después tuviera que vérmelas con mi padre de nuevo.

Vi que Ken se apoyaba sobre el marco de la puerta, sonriéndome socarronamente mientras yo luchaba deliberadamente por ponerme bien la pajarita. Tenía muy claro que me la iba a quitar en cuanto pusiéramos un pie en la elegante mansión de los Weiss, pero quería darle el gusto a mi madre.

-¿Problemas con el vestuario, princesa? –se burló mi primo sin dejar de sonreír. El muy idiota, como siempre, iba pulcramente vestido, haciendo gala de esa elegancia natural que lo caracterizaba y que, a mí, muchas veces me sacaba de quicio.

Lo fulminé con la mirada y su sonrisa se hizo más amplia. Realmente ese cerdo estaba disfrutando con la situación.

-Estaba pensando en si esto serviría para ahogarte –respondí-. Estaba practicando, ya sabes.

Ken se echó a reír hasta mandíbula batiente mientras se me acercaba y me echaba las manos a la pajarita. Aunque siempre tuviéramos esos piques, yo quería a mi primo; su familia había muerto en un atentado, seguramente regalo de los Clermont, y únicamente Ken y Ben habían sido los que habían sobrevivido al fatídico suceso. Mi madre había insistido encarecidamente en que nos quedáramos con Ken y su hermano porque su hermana así lo habría querido y porque estaban más seguro con la familia. Así fue como Ken y su hermano pequeño, Ben, se quedaron a vivir con nosotros. Siempre supe que fue una buena elección, ya que mi madre había mejorado considerablemente después de sufrir un aborto y se la notaba más alegre al tener más personas a su cargo a las que criar.

-Tienes que dejar de fruncir el ceño siempre, R –me aconsejó Ken mientras terminaba de hacer la lazada de la pajarita de forma perfecta-. Así te saldrán arrugas antes de tiempo y perderás ese encanto que hace que todas las chicas caigan a tus pies, literalmente –añadió, con una sonrisita.

Le devolví la sonrisa mientras observaba mi reflejo en el espejo. Estaba claro que tenía razón: no era únicamente por mi coqueteo por lo que las mujeres decidían pasárselo bien conmigo. Era un puto Adonis atrapado en el cuerpo de un chico de diecinueve años. Una auténtica obra de arte andante. Una bomba de testosterona que atraía a las mujeres más sexys de todo Bronx.

-Estás deseando que eso suceda para que tú te quedes con todas, imbécil –respondí, mientras mi primo se apartaba un tanto de mí y me observaba como si estuviera dándome el visto bueno.

Después, se rascó la barba que le crecía sobre la barbilla, pensativo.

-Falta algo –comentó, con una sonrisa traviesa, y sacó de uno de los cajones un antifaz demasiado ostentoso como para querer ponérmelo. Al ver mi cara de sorpresa, se echó a reír entre dientes-. Es obligatorio, lo dice en la invitación. Además, ¿qué clase de baile de máscaras sería si todo el mundo fuera con el rostro descubierto?

-Bueno, quizá no serían tan coñazo, ¿eh? –repuse.

-Pero le quitarías el misterio al asunto, R –me contradijo-. Las máscaras te ayudan a convertirte en otra persona; te dan una nueva identidad.

Miré mi máscara y enarqué una ceja.

-¿Y mi nueva identidad es la de un pavo real? –pregunté, mientras la cogía y la observaba con cierto desdén. Aquellas cosas podían ser bonitas, pero yo prefería tenerlas colgadas de una pared antes que tener que ponérmelas. Era ridículo y estaba muy anticuado.

Mi primo negó con la cabeza.

-Eres un maestro jodiendo momentos románticos, R –se quejó-. De verdad.

Me crucé de brazos y lo fulminé con la mirada.

-Que tú seas un romántico empedernido que esté buscando su amor verdadero o como quieras llamarlo no quiere decir que yo tenga que serlo –le expliqué, mientras él se ponía la máscara y se miraba en el espejo poniendo morritos-. Yo no busco nada serio, Ken; solo quiero pasar un buen rato y ya está.

-Quizá deberías replanteártelo, primo –me aconsejó-. No puedes estar toda tu vida en las camas de todas las chicas que conoces, quizá deberías empezar a buscarla…

-Sería demasiado duro para la afortunada tener que convivir conmigo y con mi belleza –bromeé, intentando que entendiera que no estaba dispuesto a continuar con el tema. Aunque mi madre me preguntara al respecto, no quería ninguna relación seria; no podía, por mucho que me lo pidieran-. Cogería un trauma o algo así.

Ken esbozó una sonrisa triste, derrotada.

-Está bien, R, tú ganas –dijo-. Y, ahora, vayámonos antes de que la fiesta empiece sin nosotros.

Lo cogí por los hombros y lo saqué del baño, mientras que Antonio, mi hermano pequeño, y Ben corrían hacia nosotros con un brillo de admiración en sus ojillos infantiles. Mi madre iba detrás de ellos y asintió cuando nos vio con los trajes y las máscaras ya puestas.

-Tened cuidado –nos pidió-. Y, sobre todo, no os metáis en problemas. Sobre todo tú, R…

-¡Sí, mamá! –la corté y ella me observó con tristeza. Sabía que odiaba que me llamaran por el nombre completo y había insistido en ese punto infinidad de veces, pero mis padres seguían empeñados en hacerlo.

En cuanto salimos de la mansión, ambos soltamos un grito de júbilo y nos encaminamos hacia la limusina que nos esperaba pacientemente.

Aquella noche iba a ser inolvidable, tenía esa sensación que me lo aseguraba. Esperaba, al menos, no acabar dándome golpes con cualquier gilipollas que hubiera decidido hacer alguna broma sobre mi familia.

LAST ROMEOWhere stories live. Discover now