XXXII. CALL ME BABY.

3.2K 201 4
                                    

R

Decir que las cosas habían ido bien habría sido exagerar. Y mucho. No se me había pasado por la cabeza que pudiera suceder eso y aún menos que sucediera de aquella manera tan patosa; mi primera vez tampoco ha sido idílica, como la suelen pintar en las películas que tantas ganas de vomitar provocan casi a toda la población masculina del planeta: estaba tan nervioso que conseguí que la chica con la que iba a hacerlo se compadeciera de mí, aunque no lo hubiera hecho en voz alta.

Pero yo no había querido eso para Genevieve porque había resultado ser desastroso. Una de sus experiencias más importantes y la había jodido pero bien; tenía ganas de golpear cualquier cosa que tuviera cerca a causa del enfado por no haberlo hecho bien, por no haber convertido lo que había pasado entre nosotros en algo inolvidable.

Genevieve se removió a mi lado y se cubrió más con la manta que le había puesto encima de las sábanas; tenía el pelo hecho un desastre, y lo decía por experiencia postcoitales, y las mejillas aún conservaban el rubor que las había cubierto durante toda la noche. Envidiaba a Genevieve por poder dormir tan tranquilamente, sin darle vueltas al asunto y sin catalogarlo como un horror en toda regla.

Busqué mis calzoncillos entre las sábanas que habían acabado por el suelo, además de la ropa interior de Genevieve. Los localicé y me apresuré a ponérmelos; dudaba que hubiera algo de ropa en el apartamento, pero decidí investigar los armarios por si acaso. Contuve un gemido de desagrado cuando vi la cantidad de prendas que colgaban de sus respectivas perchas y no tuve la menor duda de que aquello era obra de mi madre… y de su afán para que me pareciera más a mi padre. En el sentido de vestuario, obviamente.

Supuse que, si mi madre había decidido rellenarme los armarios, también tendría que haber por algún lado algún pijama. Di con ellos en uno de los cajones de la cómoda y tuve ganas de prenderles fuego: juraría que eran idénticos a los que usaba mi padre. Lisos, con rayas… y parecían ser muy suaves. Vamos, la estampa perfecta si le añadía al conjunto unas zapatillas mullidas como las que usaba mi padre.

Apreté la mandíbula, conteniendo mis instintos de tirar todas aquellas prendas por la ventana, y agarré el primer pantalón que vi. Ignoré por completo el estúpido estampado y me lo puse a regañadientes; el reloj de la mesita marcaba casi las ocho y no tenía ni pizca de sueño.

Saqué una camiseta similar a la que había llevado Genevieve y la dejé en mi lado de la almohada, esperando que ella la viera cuando despertara; salí del dormitorio de puntillas y cerré la puerta con suavidad, soltando un hondo suspiro. Lo único que se me ocurría para matar el tiempo hasta que Genevieve despertara era ponerme en plan chef, pero primero me dirigí hacia la mesa que habíamos utilizado para poner un poco de orden. Por lo general no era un tío obsesionado con el orden y la pulcritud, mi habitación era prueba fehaciente de ello, pero me veía en la obligación de limpiar para distraerme y tener algo que hacer.

Una vez hube terminado con la mesa, me dirigí de nuevo a la cocina para pensar en qué podía hacer. Al igual que no era una persona ordenada y limpia, tampoco poseía entre mis virtudes la de cocinar: desde pequeño estaba acostumbrado a que siempre me hicieran la comida y, si me entraba algún capricho, solamente tenía que poner un puchero y ya tenía pendientes de mí a casi todo el servicio, dispuestos a complacerme en todo lo que quisiera.

Coloqué la lengua entre los dientes y comencé a investigar la cocina. No era la primera vez que veía una y tampoco era la primera vez que ponía un pie en una; Petra nos llevaba con ella a la cocina de la mansión y allí observábamos cómo cocinaban. Alguna vez le preguntábamos a Petra pero, por lo general, nos quedábamos en un bonito segundo plano, como simples espectadores.

LAST ROMEOOù les histoires vivent. Découvrez maintenant