XLIV. WE WERE SO CLOSE.

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Supongo que era un poco gilipollas.

O un masoquista.

O las dos a la vez.

El pasillo que comunicaba ambos apartamentos era lo suficientemente espacioso como para poder escuchar perfectamente cuando alguien llegaba a aquella planta; había sido testigo de la llegada de la feliz pareja apenas unos minutos antes, mientras yo me quedaba tumbado en mitad del pasillo de la entrada con la mirada fija en el techo, dejando el tiempo pasar.

Además, tenía que reconocer que compartía pared con el apartamento de Patrick. Una pared que parecía estar hecha de papel, ya que, en ocasiones, era capaz de escuchar lo que sucedía al otro lado.

Y comencé a odiar esa proximidad cuando escuché los primeros gemidos. Debido al control que había conseguido en la Academia Militar logré ignorarlos, pensar en cualquier otra cosa; pero todo aquello se fue a la mierda cuando el cabecero empezó a chocar contra la pared y el volumen de los gemidos y gritos de ambos se elevó hasta llenar toda la habitación.

Había dado por supuesto que en los cuatro meses que habíamos pasados separados eso había servido para unir, de algún modo, a Patrick y a Genevieve. Hasta ese jodido punto.

Arg, tendría que haberme quedado en mi casa, con mis hermanos pequeños y sin estar sufriendo aquella puta agonía mientras esos dos disfrutaban del colchón, del somier y de la jodida cama entera. Me sentía sucio por estar allí; casi parecía un jodido perturbado voyeur que disfrutaba escuchando a las parejas follando mientras yo me notaba con el estómago revuelto y el corazón completamente vacío.

Me recordé que había sido yo quien había empujado de algún modo a Genevieve a que decidiera dar un paso más allá con su relación con Patrick. Y, al parecer, se complementaban demasiado bien en la cama.

Los inconfundibles gemidos de Genevieve me taladraron los oídos, trayéndome a la memoria cuando era yo quien la hacía disfrutar de aquella forma; cuando éramos nosotros dos los que disfrutábamos en una cama. Cuando era feliz.

Decidí ponerme en marcha antes de que tuviera que unirme a la fiesta a mi manera, pelándomela como si fuera un puto mono en celo; subí al invernadero que tenía en el piso superior con la esperanza de poder calmarme. Allí me encontré a Brutus sobre el sofá que tenía allí, destrozando uno de los cojines.

El cachorro de dóberman alzó sus orejas mientras sus ojillos se clavaban en mí. Había decidido sucumbir al capricho de tener un perro y me había comprado a Brutus con la intención de que pudiera aliviarme y salvarme de aquella soledad que se estaba convirtiendo en un auténtico castigo para mí.

-¿Qué pasa, chucho? –le pregunté y Brutus se acercó trotando hacia mí, con un trozo de cojín entre los dientes-. ¿Disfrutando de intentar destrozar toda mi casa?

Me incliné hacia él para poder acariciarlo y él rodó hasta quedarse panza arriba, esperando que le hiciera una buena sesión de mimitos. Los gemidos de aquellos dos conseguían llegar hasta allí, provocándome ganas de vomitar.

Me limité a centrarme en Brutus y en hacerle carantoñas mientras el perro sacaba la lengua y me la pasaba por el brazo en señal de agradecimiento.

Bendito animal.

Logré sacar una botella de whisky que tenía escondida en el invernadero y la descorché; los ojos de Brutus me seguían mientras terminaba de destrozar el cojín que había elegido como víctima de sus juegos infantiles. Me dejé caer a su lado, eché la cabeza hacia atrás y permití que el líquido ámbar resbalara por mi garganta, provocándome un agradable cosquilleo. En la Academia Militar se nos tenía terminantemente prohibido beber y fumar, follar, como podréis entender, quedaba fuera de las normas porque no había una fémina cerca en varios kilómetros a la redonda y la seguridad que bordeaba el centro era más típica de una cárcel; a pesar de esa prohibición sobre vicios a los que me había dedicado en el pasado, siempre había alguien que hacía aparecer por arte de magia alguna botellita o un paquete. Además de otro tipo de sustancias mucho más divertidas.

LAST ROMEOWhere stories live. Discover now