XXIII. PERDÓN, PERDÓN.

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GENEVIEVE

Había sido una estúpida al acceder a ayudar a R. Ni siquiera tenía el valor suficiente para decirme a la cara que todas aquellas noches que yo casi había pasado en vela, él se había dedicado a divertirse a mi costa, dejándome apartada a un lado; había creído fervientemente que entre nosotros había algún tipo de conexión cuando la realidad era muy distinta.

Me vi en la obligación de apartar la mirada cuando noté cómo se deslizaba una solitaria lágrima por mi mejilla y el resto amenazaba con seguirla. R seguía tumbado en su cama, mirándome fijamente con aquellos irritantes ojos plateados que parecían haberse oscurecido. Si había mantenido la esperanza de que él podía cambiar, que podía estar reconduciéndose hacia el buen camino, estaba equivocada, como en tantas otras cosas.

No podía creerme que hubiera dejado plantado a Patrick, precisamente aquella noche, para ver a un R inconsciente y hasta arriba de alcohol y drogas quedarse así… mirándome fijamente. Casi pude ver un brillo acusatorio en sus ojos y recordé que lo había visto aquella misma tarde, acompañado de su prometida. ¿Por qué no había acudido a ella en primer lugar Kendrick? Ah, sí: porque yo era una estúpida y no había dudado ni un segundo en acudir en ayuda de alguien que no se lo merecía.

En aquellos precisos momentos quería volver al apartamento de Patrick y continuar con lo que había dejado pendiente por culpa de él.

Conté hasta diez, intentando mantener la calma, y conseguí musitar:

-Creo que aquí ya no pinto nada –las comisuras de los ojos comenzaron a escocerme de nuevo cuando fui consciente de que la frialdad y carácter pasivo de R hacia mí se mantenían igual que cuando le había llamado aquella misma mañana-. Adiós.

Le di la espalda bruscamente y tuve un acceso de pánico al notar que no conseguía entrar el suficiente oxígeno para mis pulmones; bajé la mirada automáticamente para evitar tropezarme con mis propios pies y traté de llegar a la puerta lo más rápido posible. Quería marcharme de aquella mansión, de aquella zona e, incluso, de la ciudad. Podía pedirles a mis padres de regalo de cumpleaños un viaje por Europa, lejos de Bronx y de cualquier cosa que pudiera seguir recordándome a esa persona que se mantenía impasible y a la que, al parecer, nunca le había importado nada.

-No hubo nadie –dijo la voz de R a mis espaldas, rasposa y ronca, justo cuando mis dedos se cerraron sobre el frío picaporte.

Me froté las mejillas, tratando de eliminar, en la mayor medida de lo posible, el rastro que habían dejado en ellas las lágrimas. No quería que R viera lo duro que me estaba resultando comprender que todos los rumores e historias que me había esforzado por ignorar eran ciertos. R era el tipo de persona que era incapaz de cambiar su forma de ser. Cualquier compromiso, por pequeño que fuera, lo hacía huir despavorido.

Giré medio cuerpo para mirarlo largamente. Tenía la mandíbula apretada en exceso y la cara cubierta de sudor, al igual que el resto de su cuerpo; aún tenía las pupilas dilatadas por los efectos del alcohol y la cantidad de droga que había tomado aquella noche. Me pregunté si sus anteriores noches habrían sido iguales que ésta y por qué había decidido Kendrick acudir a mí este día, pues era imposible que supiera que era mi cumpleaños y lo hubiera hecho básicamente para terminar de fastidiarme el día.

Los ojos de R se clavaron en los míos.

-No negaré que bebiera todas aquellas noches –prosiguió R y su voz fue aclarándose poco a poco-. Pero te juro que no hubo ninguna mujer. Mantuve mi palabra, Genevieve.

No se me pasó por alto que hablaba en pasado. Una nueva punzada de dolor me sacudió cuando comprendí que aquella promesa ya se había roto; quizá aquella misma noche, quizá alguna de las anteriores. Sin embargo, ahora que no estábamos juntos ya no tenía poder alguno para echárselo en cara.

LAST ROMEODonde viven las historias. Descúbrelo ahora