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Matinette

     Pasear por las calles de París fue una liberación para mi persona. Respirar bocanadas de aire puro era la mejor medicina que necesitaba para recomponer fuerzas y ni mil pastillas de Jouvet podría cambiar eso. 

   Había perdido la cuenta de cuanto tiempo llevaba encerrada en mi cuarto, quizás solo fueron unos días, que para mí resultaron años. Cada parte de la ciudad me parecía nueva y extrañamente más hermosa.

    Desde mi matrimonio con Jouvet, no había podido recorrer las calles de noche, y si lo hacía de día, ya era de agradecer. Por eso, a mi parecer, todo era como una experiencia nueva: toda la ciudad estaba repleta de antorchas, iluminando el centro con cientos de luces. Hoy era un día festivo y todos lo celebraban saliendo a las calles: las tiendas permanecería abiertas hasta la media noche y mercaderes deambulantes acamparían durante dos días en París, trayendo consigo mercancías de todas partes del mundo.  

   Me fascinó ver todo tipo de productos: joyas, telas, velas, perfumes y recipientes hechos a mano, entre otros. No podía evitar pararme en cada tenderete, observando todo como si fuera la octava maravilla del mundo. 

   —¿Le gusta?— dijo el dueño del puesto, con un distinguido acento árabe.—Son aromas únicos del norte. La de jengibre se está vendiendo hoy como rosquillas. 

   —¿Enserio?—pregunté cerrando los ojos mientras olía la vela. 

   «Dios, me pasaría la vida leyendo esta cosa» 

   —Claro, y déjeme decirle que el aroma ocupa toda la habitación. Enciéndala un poquito y todo el lugar se convertirá en un perfecto paraíso—animó el mercader.—Y sino, compruébelo. 

   Sacó un pequeño saco y me dio trocito más pequeño de vela. 

   —Pruébelo ésta noche y si le gusta, puede pasarse a comprarla, ¿qué le parece?

   —¡Es muy amable!—agarré el pequeño trozo de vela y le sonreí—, muchísimas gracias. 

   —A usted, señorita—hizo una ligera reverencia—. Espero verla por aquí muy pronto.

   «Yo también lo espero. Solo hay que ver cómo mi adorado esposo me da permiso para salir dos días seguidos» 

    Una mano se posó sobre mi hombro, incitándome a caminar de nuevo. Miré de reojo a mi padre, que a pesar de nuestra última charla, había permanecido más callado de lo que me hubiera gustado. 

   Era consciente de que no le agradaba estar entre tanta muchedumbre y quizás por esa misma razón estaba reacio a las palabras. Estaba alerta a cada movimiento que pasaba a nuestro alrededor y más aún sabiendo que si me ocurría algo, Jouvet gritaría por cielo y tierra: a mi me encerraría de por vida y a mi padre... Bueno, prefería no saberlo. 

   —Será mejor que tires eso—me aconsejó papá.—No se sabe de que puede estar hecho. 

   —Es solo una vela papá—rodé los ojos.—No me voy a morir por solo olerla. 

   —Esta gente trafica con todo tipo de cosas. Te dicen que lleva jengibre y luego en realidad lleva algo que te quita la consciencia, como mínimo porque otras veces no llegas a contarlo. Créeme, he vivido más que tú y se de lo que hablo. 

©La coleccionista de corazones perdidos |SCR2|Where stories live. Discover now