Yo sí me acuerdo

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CAPÍTULO TREINTA Y OCHO

Me desperté con un amargo sabor a resaca en los labios. Mi móvil sonaba inquieto sobre la mesa:

— ¿Hm?— Pregunté nada más contestar, sin siquiera mirar quién era, más dormida que despierta.

— ¡Ana!, por fin.

Rebeca.

Abrí los ojos de golpe. Un cubo de agua fría y de vuelta a la realidad. Por unos segundos, el olor a Galicia se coló entre mis fosas nasales y sentí que el futuro seguía siendo algo incierto. Volver a tener catorce años y bailar entre las banalidades de la vida.

— Rebeca... joder, siento... siento no haberte llamado antes.— Me senté en el sofá. La luz se colaba por la ventana de la cocina, y no tardé mucho más de dos segundos en darme cuenta de dónde estaba: En casa de Mimi, justo donde había aterrizado Miriam hacía ya varias horas.

Y aunque aún sentía su olor impregnado en sus fosas nasales y ese sabor a ginebra que desprendían sus labios sin necesidad de ser probados, no había rastro de ella. O más bien de nadie.

— No te preocupes, solo... solo quería saber cómo estabas y esas cosas...— Escuché a la rubia decir. Me sentí un poco culpable, puesto que aunque lo de la gallega hubiese sido un sueño, que era lo más probable a aquellas alturas, yo misma estaba deseando que no lo hubiese sido. ¿Con qué fin?, ninguno, realmente. No tenía sentido el seguir torturándome, pero aún así, prisionera de mis propios pensamientos, lo hice.

— Estoy bien.— Respondí, sin siquiera saber yo misma si esa era o no la respuesta.— Cansada, pero bien.

— Si necesitas cualquier cosa...

— Te aviso. Te lo prometo.

— Eso es.

— Nos vemos en unos días, ¿Vale?

Silencio. Y respiré. Dejé el móvil sobre la mesa para volverme a tumbar sobre el sofá. Quizás solamente era cosa de Galicia, pero no podía pensar en otra persona que no fuese Miriam desde que había pisado aquella tierra.

Las calles llevaban su apellido, todos esos rincones en los que nos habíamos mirado guardaban los secretos que nunca nos habíamos dicho a la cara. Galicia sabía más de nuestra historia que incluso nosotras mismas.

Y tal vez por eso, para escapar de nuestros sentimientos, habíamos tenido que huir.

Pero ahora habíamos vuelto, y como disparos de cañones, la misma canción volvía a sonar en la radio una y otra vez. Esa que hablaba de ella y solamente de ella, formada por verbos y pronombres que componían su anatomía de forma desesperante y me impedían sacármela de la cabeza hasta llegar a odiarla.

Me levanté del sofá y barrí la estancia con la mirada. El salón únicamente estaba habitado por fantasmas y el tic-tac del reloj que colgaba en la pared. No era temprano, pero tampoco excesivamente tarde, por lo que seguía haciendo algo de frío por las mañanas.

Cogí una manta del sofá y, inconscientemente la busqué, por si a caso se había perdido por el salón, hasta que mis pies acabaron en el porche. Salí fuera para perderme yo y jugar con las ilusiones de desaparecer, para encontrarla a ella. O a ellas.

Tumbadas sobre uno de los bancos de la terraza, Mimi y Miriam compartían sueño como dos niñas pequeñas. Una manta sobre ambas y el silencio de un pueblo que aún no estaba en pie arropando el ambiente. Durante unos segundos, me sentí extraña. Incluso até cabos: Miriam se había dormido a mi lado en el sofá. Me había pedido que me quedase y en algún momento ella se había ido fuera con la rubia.

si fuese fácil.  // Wariam.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora