Diecinueve

1.9K 118 84
                                    


CAPÍTULO DIECINUEVE

Las tormentas son experiencias meteorológicas espectaculares. Ya lo sé, te he hablado muchísimo de ellas, pero si te soy sincera, nunca encontré una metáfora que pudiese definir mejor aquel día.

Al principio eran simplemente asociadas a la ira de los dioses, y si lo piensas bien, desde una forma un tanto retorcida, estos parecían estar bastante enfadados conmigo. Bueno, no sé si eran ellos, pues los años de lo ortodoxo ya se habían quedado bastante atrás, pero definitivamente, había alguien se había dispuesto a hacerme pagar.

Pero no es eso en lo que quiero centrarme: En lo que quiero centrarme son esos rayos, esos rayos que, entre relámpagos habían comenzado a iluminar el cielo, diciéndome que algo se avecinaba; rayos que yo había ignorado, por egoísta, y no había sido hasta que el primer trueno había resonado en el cielo que yo no me había dado cuenta: Cuando ya era demasiado tarde. Cuando la tormenta ya había empezado.

Los rayos se anticipan. Se anticipan a ese golpe que parece que va a partir la tierra en dos; y sobre todo, te avisan.

Pero yo no había querido oír, ni escuchar, ni aceptar todas las señales que componían aquel horrible destino; esas descargas eléctricas que construían el camino hacia esa noche; hacia el lugar donde se quedó, sin darme cuenta, una parte de mi alma.

— ¡Tengo que irme!— Gritaba yo, histérica. Hacía unos segundos que había empezado a llover, lo suficientemente fuerte como para que, a toda prisa y sin recoger nada, nos hubiésemos tenido que meter en el interior de la casa. Habíamos subido al piso de arriba, aquella no era una conversación para tener delante de toda aquella gente, y menos cuando yo estaba a punto de perder los nervios.

Mi corazón batía con fuerza. Estaba aguantándome las ganas de echarme a llorar. Quería romper algo. Quería gritar. Gritar de impotencia, impotencia de estar aquí y no allí.

— ¡Ana!— Me cogiste, agarrándome bien fuerte antes de que empezase a destrozar la habitación de Mireya. No entendías nada, lo sé. Y siento no haberte dado una explicación, pero en aquellos instantes me iba tan rápido la cabeza que era incapaz de pensar.

— ¡Suéltame!, ¡Tengo que volver!, ¡No puedo quedarme aquí!— Traté de zafarme de tu agarre. Eras demasiado fuerte y yo demasiado pequeña, por lo que por mucho que patalease, tus brazos estaban atados a mí.

— No voy a soltarte hasta que te calmes.

Y no sé si sucedió. Pero llegó un punto en el que no pude más: En el que todas las fuerzas que me quedaban abandonaron mi cuerpo y me rendí a ti; rompiendo en un desgarrador llanto.

— ¿Qué ha pasado?— Escuché la voz de Mireya, aunque tenía los oídos taponados y la vista borrosa. Entonces, silencio. Un pitido. Un pitido largo y constante. Un lo siento por parte de mi tía; sus últimas palabras antes de colgar el teléfono:

« Lo siento mucho, Ana. Debería habértelo dicho...» Sollozos. La voz de Noemí se rompía al otro lado de la línea.  « Está muy mal. » Un vuelco al corazón. « Tienes que venir.»

Venir.

Volví a la realidad al recordar aquella palabra. Un propósito: Tenía que irme. Tenía que estar con él. Ya habían pasado demasiadas cosas, y si no lo hacía ahora, si me quedaba allí, atrapada, mañana sería demasiado tarde.

si fuese fácil.  // Wariam.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora