Veinte.

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CAPÍTULO VEINTE

Olvidar.

A veces simplemente nuestro cerebro decide desechar cosas insignificantes: hoy se trata del nombre de la cajera del súper y mañana del precio de la leche que compraste la semana pasada. Son tonterías que simplemente desaparecen: Un día están en tu cabeza y al otro, por más que lo intentes, no vuelven.

Olvidar es fácil cuando se trata de algo tan banal como eso. Dios, incluso diría que es un maldito juego de niños.

Pero la mente humana funciona de una forma curiosa, ya que al igual que somos capaces de obviar la más mínima gilipollez, hay momentos que se quedan grabados a fuego en tu cabeza. Y sí, lo más triste y jodido es que no son los momentos felices. Sino esos que te dejan un maldito regusto amargo en los labios. Un sabor horrible que, por mucho que lo intentes no desaparece jamás. Entonces deseas; arañas, gritas e imploras el no pensar: Le ruegas a mil dioses inexistentes que lo hagan desaparecer hasta que, el implorar, se convierte en un arma de doble filo. Porque vuelve. Su rostro siempre vuelve acompañado de ese eco que es su risa; su olor reaparece en tus fosas nasales como si se tratase de su abrazo; un abrazo que alcanza el punto de ahogarte. Te ahoga y te hace sudar. Quieres dejar de pensar; que se pare el mundo y bajarte de aquella pesadilla.

Pero no lo hace, no lo hace y te persigue hasta que un viernes a las ocho y media de la mañana te despiertas sudando. Por tu frente caen gotas de sudor tan desesperadas y aceleradas como lo está tu corazón en aquellos instantes: Maldices, lloras.

No podía dejar de pensar en la muerte. En el concepto que componía todas y cada una de sus idas y venidas: ¿Qué demonios significaba morir?, ¿Estar un día presente y al otro no?, ¿Era tan sencillo como doloroso?

Siempre me había hecho mil preguntas; cuestionado todo hasta el punto de que mi padre decía que un día se me iban a acabar las ideas, pero ahora... ahora no tenía a nadie que pudiese responderme; explicarme el por qué de todo lo que estaba pasando en mi vida en aquellos instantes.

¿Por qué no me lo dijo?, ¿Por qué le hizo esa promesa a mi madre?

Quizás se sentía culpable. Quizás tenía miedo a que me marchase al igual que lo había hecho mi madre y por eso había preferido vivirlo en silencio. O tal vez tenía sus razones. No sé. No tengo ni idea porque cada vez que intento entenderle me encuentro con una persona distinta a la idea que yo tenía de mi padre: Quizás era cierto que el tiempo y la enfermedad habían puesto una barrera entre ambos y ahora solamente éramos el reflejo de lo que un día fuimos. Quizás, ahora, era esa imagen la que me anclaba a quererle o a echarle de menos. A echar de menos a un hombre que había vivido conmigo en el pasado y que había muerto muchos años antes.

Ahora, solamente me quedaba el recuerdo de él y yo sentados en ese banco, en nuestro banco, hablando de mil y una cosas sin sentido; haciendo planes que nunca íbamos a cumplir y ante los cuales, él sabía la respuesta. Dios, ¡incluso hablábamos de adoptar un perrito algún día de estos si mamá daba su brazo a torcer!

Algún día de estos.

En algún día de estos se quedaron todas esas cosas que prometimos y que al final, no cumplimos.

Y por eso, sentía tanta rabia. Estaba tan enfadada. Tanto, que la ira empezaba a consumirme: Ira hacía Joaquín, hacia Noemí, hacia... hacia todo el que lo sabía y no se había parado a decirme: « Oye, Ana. Que tu padre se está muriendo, quizás deberías pasar sus últimas horas con él y no en un estúpido viaje.» A veces imaginaba un escenario en el que, en vez de una conversación ahogada en dolor, pudiese haberle dicho adiós.

si fuese fácil.  // Wariam.Where stories live. Discover now