Nos hicimos mayores

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CAPÍTULO TREINTA Y OCHO

Aquella noche soñé con ella. Era una costumbre, cuando estaba borracha y no era dueña de mis pensamientos, el que su nombre se colase entre las entrañas de mi mente y estuviese toda la noche dando botes por ahí.

Ana, Ana, Ana.

Momentos. Todo me recordaba a ella. Toda la ciudad llevaba su nombre, a pesar de estar a kilómetros de distancia o que donde ella vivía fuese ya de día yo la seguía buscando entre la madrugada.

Ana y alcohol no eran una combinación bonita. Borracha, pero no por la ginebra, sino por su olor, que aún soñando despierta, se colaba en mis fosas nasales como si estuviese allí mismo, junto a mí. Y aunque me había despertado porque había tormenta y ya la luz empezaba a colarse por la ventana de la cocina, decidí no abrir los ojos. O al menos aguantar hasta que la lucidez y la racionalidad volviesen a mí y me metiesen en cintura.

— Deberías dormir, Miriam.

— Si me duermo te vas a ir.

Nuestras voces, despeinadas y hechas un eco en mi cabeza. Cerraba los ojos y la veía ahí. Sentada, a mi lado. Como si no hubiese pasado el tiempo, seguíamos siendo el mismo desastre de siempre. Perdidas, pero siendo el orden en nuestro propio desorden.

— Me quedaré aquí, te lo prometo. No voy a irme a ningún lado.

— No confío en ti.

— Tendrás que arriesgarte.

— Contigo siempre pierdo, Ana. Siempre.

El aire se me atragantó en los pulmones. Abrí los ojos, buscando respirar y me senté de golpe en el sofá. No estaba en mi cama.

Y tampoco sola. Me dio un vuelco al corazón al verla dormir. Paz. Creo que esa era la única versión de Ana a la que me sentía capaz de enfrentarme, y aún así, me daba vértigo.

Sin embargo, mis sentidos no tardaron en activarse de golpe: Estaba en casa de Mimi, con un dolor de cabeza monumental y Ana dormida a mi lado en el suelo, sobre la alfombra.

Su cabeza se apoyaba en el sofá y todo su rostro estaba cubierto por su pelo revuelto. Su respiración se acompasaba a las pulsaciones que emitía el silencio, el cual era espeso dentro de un ambiente algo pesado. Hacía calor y olía a mojado. Estaba lloviendo demasiado.

Pero aquello no era lo importante. Había una pregunta que no me explicaba y que, al mismo tiempo, no dejaba de rondar mi cabeza: ¿Cómo había acabado allí?, ¿Había sido real todo lo que había soñado?, ¿Me estaba confundiendo?, mi mente iba a mil por hora, sin guardar distancia de seguridad y sin frenos: Estaba a punto de colisionar con algo muchísimo más grande que yo.

Me levanté entonces de un salto, sin apartar mi mirada de ella. Necesitaba irme. No podía enfrentarme al mañana. No de nosotras. De ambas, menos cuando ya, ni siquiera existíamos como conjunto. Sin embargo, antes de perderme en el pasillo, me paré a mirarla. Tan adorable. Y recordé, todas esas noches que habíamos compartido cama mientras que se me hacía un nudo en el estómago y se me ponían los pelos de punta. Ella, durmiendo a mi lado, tan frágil como una bola de cristal y yo, buscando su abrazo para protegerla de todo y nada.

Pensé en aquella noche. Cuando por primera vez dormimos juntas. Y al despertar, lo primero que vi fueron sus ojos marrones sumergirse en los míos. Ella sonreía, cansada, y escondía su cabeza en el hueco de mi cuello para volverse a dormir. Paz: Volví a pensar en ella. Llegaba a mí cada vez que la miraba; como si el mundo pudiese pararse o partirse en dos, y aún así, pintaba el dolor trasparente.

si fuese fácil.  // Wariam.Where stories live. Discover now