Veintisiete

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CAPÍTULO VEINTISIETE

Domingo con lluvia tras los cristales.

Alterno mis ojos entre el reloj que ha dejado de señalar las horas, – Pero esta vez en serio, no sé cuánto tiempo lleva parado en las cinco y media–, y la ventana que parece haberse vuelto opaca con la humedad. El tiempo no es muy diferente en Galicia, diría que incluso mejor. En Santiago llueve sin parar, pero aquí, que aún no ha entrado el invierno, a veces sale el sol entre los nubarrones grises que abruman el cielo. Supongo que lo he echado de menos, dentro de todas esas cosas que he perdido de vista, salir al jardín y oler a casa, es una sensación reconfortante. No soy gallega por naturaleza, pero he vivido aquí el suficiente tiempo como para dejar de sentirme canaria. Después de todo, solamente recuerdo las islas con un cariño automatizado; algo así como de serie: Lo que debería sentir.

He de admitir que, ahora que estoy aquí, de vuelta, me ha chocado bastante llegar a casa y encontrármela así, tan vacía, tan oscura y fría. Como si realmente, no viviese nadie allí. Ni Noemí ni mi hermano habían dejado huella en los últimos meses, eso lo sabía. Mi tía se había vuelto a las islas poco después de que yo me marchase a Inglaterra. Estaba bien, o al menos, eso me dijo la última vez que me llamó hace un par de semanas. No la culpaba por la inopia, después de todo, es una mujer bastante ocupada.

Pero sí me preocupaba y culpaba a mi hermano. No sabía cómo sentirme después de aquella noche, aún sentía ese recuerdo como algo parecido a un sueño; que roza una delgada línea entre la lucidez y la mentira. Supongo que los deseos de mi subconsciente eran esos: Que no había sido de verdad. Pero el dolor era real, ese sentimiento en el pecho que me producía su nombre en mis labios era más que verdadero.

En su habitación había ropa en el armario y una lata de cerveza vacía en el escritorio que llevaba demasiado tiempo allí como para ser reciente. Aún conservaba ese olor a cerrado, y por alguna razón, no quise abrir la ventana: Por si él volvía.

No había intentado llamarle, pues algo me decía que por muchos tonos que escuchase en la otra línea, él no estaba aquí. Nos habíamos perdido en el laberinto que era ahora nuestra vida y, si en algún momento quería volver a encontrarle, tendría que dejárselo al destino.

No llevaba más de una semana allí. Cuatro días desde que pisé el aeropuerto de A Coruña. Mi madre se despidió de mí con Maia entre lágrimas; yo también lloré y jamás pensé que lo haría. Supongo que sí era cierto, lo había necesitado: Ellos eran esa pieza que me había faltado toda la vida, y ahora que la había encontrado, dentro de un egoísta consumismo del modelo tradicional de familia, me costaba dejarla ir.

— Es domingo, ¿Qué vas a hacer hoy?

Domingo. Por fin había llegado el esperado día. Últimamente se había vuelto tradición: La de encontrarte al final de la semana cuando el temporal parecía haberse disipado. En ese sitio, siempre en ese sitio.

— Al estadio. Iré al estadio. — Respondí, con la voz temblorosa. Dios, no fue hasta ese instante que lo pronuncié en voz alta que realmente sentí lo que estaba a punto de suceder.

— Suerte.— Dijo ella. Podía imaginarme su pequeña sonrisa al otro lado de la línea mientras escuchaba a Maia charlar con su padre, sin tuerca, al fondo.

— Mamá... — Suspiré. Ojalá fuese tan sencillo como tener suerte, pero hay que admitir que yo nunca he sido una verdadera afortunada: Que los días pasan y sigo estancada en el mismo punto sin retorno. No sé salir del bache; dejo que mi vida se paralice y que esa astenia infernal arrase con todo lo que me rodea. ¿En qué momento me quedé tan sola?

— ¿Ana?, joder, cuánto hacía que no te veía por aquí...— Tu entrenador fue el primero en acercarse a mí cuando me vio perdida entre la inmensidad del campo medio vacío. Apenas había jugadoras hoy, y me sentí, en gran parte, decepcionada.

si fuese fácil.  // Wariam.Where stories live. Discover now