No te veo

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CAPÍTULO TREINTA Y CINCO

El verano tenía un sabor distinto en Galicia. Lo sentí, en mis labios, nada más bajarme del coche y notar como mis pies se hundían en el césped aún mojado por la lluvia de aquella mañana. Hacía viento, no debería haberme dejado el pelo suelto, ya que mientras que los árboles se mecían en un pequeño vaivén, mis rizos buscaban seguirles el ritmo de forma casi desesperada.

Pero me aparté el pelo de la cara para poder ver bien como mi casa se alzaba igual que siempre en la pequeña parcela de la aldea. Hogar. Sabía hasta extraño en mis labios: Tanto tiempo perdida, buscando comerme el mundo que, sin querer, no me había dado cuenta de que hasta ahora, el mundo era el que me había estado devorando a mí.

— Vale, pues no... No me lo esperaba así.— Raoul cerró la puerta del coche y se acercó hasta mí. Arrastraba un par de maletas como bien podía por aquel suelo malogrado y miraba a su alrededor como hace un pez fuera del agua.

— ¿Qué pasa?, ¿Nunca estuviste en un pueblo?— Pregunté de forma irónica. Le arrebaté mi maleta de las manos y volví a mi sitio. Probablemente ahora venía el momento en el que yo empezaba a andar, pero mis pies permanecieron estáticos, como si se los hubiese tragado la tierra.

— Quiero decir... no te pega nada. A ti. — Señaló mientras se rascaba la nuca.

— Pues aquí me crié, chico.

Los incendios habían dejado el monte hecho un desastre. Lo sabía porque mi madre y mi hermano habían sido evacuados hacía ya varios meses. Las cosas parecían haber vuelto a la normalidad, y aunque las autoridades recomendaban permanecer fuera hasta finales de julio, mi madre, que era una testaruda de libro y estaba demasiado anclada a aquellas raíces se había empeñado en volver ya, tan pronto.

Aunque no había sido la única, la avenida, tras días abandonada, había recobrado la vida y chasqueaba los pasos de sus viandantes mientras que guardaba las conversaciones y las risas que se mezclaban con el ambiente. Aún olía a humo, podía sentir como se colaba indiscretamente por mis fosas nasales y me erizaba la piel. Hacía tanto tiempo que no sentía aquello: felicidad. Efímera, pero ínfima, la sentí correr por mis venas hasta que la vi. Por primera vez tras muchos años nuestros ojos se cruzaron. Mi corazón dio un vuelco y luego empezó a latir demasiado rápido.

— Pensaba que ya no venías. — Se quejó mientras andaba.—Tienes a tu madre histérica.— Dijo. Había cambiado. No especialmente desde la última vez que nos vimos, pero sí a aspectos generales.

Tenía el pelo más largo, había pegado el estirón y estaba infinitamente más veces más guapa que en aquella canción de despedida. Sus ojos brillaban, más verdes que nunca contra la tormenta que se mecía en el cielo.

— Mimi...— Suspiré en sus brazos, que me envolvieron una vez más como si fuera ayer. Durante unos segundos, sentí como si nunca me hubiese ido.

No sé si quedaba o no algo entre nosotras, pero fuese lo que fuese, se había extinguido con el fuego del bosque. Solo quedaban los restos de un valle quemado; negro corazón calcinado por el tiempo y el recuerdo; acostumbrado, definitivamente, a echar de menos.

— Me alegro de verte, reina.— Respondió. Estaba segura de que era el pecho de Mimi, que chocaba contra el mío, el que evitaba que mi corazón saliese disparado. No podía evitar pensar en ella. Si me había ido una vez, había sido porque a parte de cumplir sueños quería hacerlo olvidándola. Galicia era el nombre propio, pero la tierra llevaba su nombre y apellidos. Ana, Ana, Ana. La veía en todas partes, como si hubiese dejado una huella imborrable en aquel pueblo. Al principio, todas las paredes hablaban de ella; las preguntas... no fue nada fácil saber que cuando desapareció tras aquella terminal, no volvería a verla.

si fuese fácil.  // Wariam.Where stories live. Discover now