EPÍLOGO

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Tres años después...

—No entiendo cómo ha podido pasar —murmura Jacqueline, mirando su obra de pastelería con cara de circunstancia. Parece que en vez de haber quemado los crêpes, lo que ha provocado ha sido la muerte por combustión espontánea de un coro de niños—. Debe ser por el fuego... No estoy acostumbrada a estas modernidades.

—Pues dile al marido que te compre una placa en condiciones, que va siendo hora de cambiar la cocina —se mete Nina—. Ni en el jodido pleistoceno se hacían los crêpes así.

—El marido está igual de pesado que tú con el tema. —Jacqueline pone los ojos en blanco, pero no puede evitar reprimir una sonrisa. Es hablar de él y se le pone cara de tonta; así es el amor—. Aunque por una vez os haré caso. A lo mejor debería probar a comprar una Thermomix de esas. Dicen que va genial para masas.

—Va genial para todo. Llevo sin tocar una hornilla cinco años —se carcajea Nina.

Por desgracia, la reunión ha tenido que reducirse a dos: Flavie está al mando de la floristería porque su madre falleció hace unos meses, Adrienne muy ocupada con su hombre alemán —al que tuve la fortuna de conocer en la apoteósica boda de Jacqueline, año y medio atrás— y Katia ha decidido tomarse un año sabático en una ciudad sureña de España, cerca de donde Tibault está terminando sus estudios. A veces se las echa de menos, pero aún seguimos reuniéndonos con la frecuencia que nos es posible. Y mucho es, teniendo en cuenta que cada una tiene su vida.

—Pero para cuando compres una Thermomix ya se nos habrá quitado el hambre, y no quiero renunciar a mis crêpes —me quejo, echándome el bolso al hombro. Por fin le he dicho adiós a mi bandolera raída: las gemelas me financiaron una nueva bastante divertida, que conjunta con casi todo lo que me pongo y en la que podría meter un cadáver si quisiera. Gael suele reírse de mí diciendo que un día de estos me caigo dentro y no me encuentra—. ¿Por qué no vamos a la cafetería de abajo? No tengo que ponerme con los manuscritos de la editorial hasta dentro de un rato.

Ellas asienten, se levantan de la mesa para tirar el buen intento de Jacques a la basura y yo garabateo unas palabras en el post-it de la nevera para anunciarle a Gael que estaré fuera.

Pasamos un rato muy agradable hablando de tonterías y de cosas que no lo son tanto. ¿Qué le regalamos a Marcel por su cumpleaños? ¿Es muy pronto para perforarle las orejas a la pequeña de Jacqueline? ¿Nina debería pedirle matrimonio a Dafne...? No tardamos en resolver que Marcel está demasiado feliz —y como para no, habiéndose casado con el amor de su vida— como para importarle el regalo, que la entrañable hija de Jacques debería decidir cuando sea mayor antes de someterla a la presión de una aguja y que Nina merece alguien mucho mejor que Dafne. Ha sido divertido estar con ella, dice, pero no es la clase de persona con la que imagina su vida. Probablemente rompan esta noche.

Regreso a casa unas horas después, con la mandíbula sensible de tanto reírme y una agradable sensación en el estómago. Dejo las llaves y el bolso en la entrada y me encamino hacia la cocina, topándome de golpe con un Gael cruzado de brazos y expresión impenetrable. Tiene el post-it de esta mañana en la mano.

¿He mencionado que me mira como si le hubiera hecho algo?

—Vale, sí. Ya sé que debo dejar de gastarte la broma de mezclar los calcetines de color. Dejó de tener gracia hace dos años —admito, suspirando—. Prometo que no lo haré más. —Al ver que no contesta, lo intento de nuevo—. ¿He vuelto a dejar el lavabo pringado de pasta de dientes? —Él niega con la cabeza—. ¿Se me ha olvidado poner el lavavajillas? —Vuelve a negar—. Entonces ha debido ser lo peor. —Cierro los ojos y respiro profundamente antes de decir—: ¿He mezclado otra vez la ropa roja con la blanca en la lavadora y te he destrozado alguna camisa?

—No, eso sería fácilmente perdonable —contesta, con su característica voz grave. Antes de que pueda preguntarme por qué, Gael atraviesa la cocina y me pega a la pared, poniendo una mano al lado de mi cabeza y alzando el post-it hasta que casi lo tengo pegado a la cara—. ¿Me quieres explicar qué significa esto?

—Eso es... El aviso de que no iba a estar en casa. Sé que debería haberte escrito un mensaje, pero no tenía batería en el móvil y la que siempre lleva el cargador portátil es Katia.

—Eso me da igual. ¿Podrías, por favor, leer lo que pone en voz alta?

Me aclaro la garganta con profesionalidad.

—«Me voy a comer crêpes con las chicas. Luego nos vemos». —Arrugo la nariz y lo miro expectante—. ¿Qué pasa? Es una nota de lo más normal...

—Señora Romano —interrumpe, implacable—. ¿En qué pensaba cuando escribió esta bazofia?

Despego los labios para contestar, y entonces mis recuerdos dan una sacudida para captar mi atención. Me fijo en que sus ojos brillan, y no puedo evitar aguantar una carcajada apretando los labios. Cuando se pone a hacer de Angelart no hay quien lo aguante, pero es imposible no reírse. Y él debe ver que acabo de entender su juego, porque sonríe levemente, se inclina sobre mí y roza mi nariz con la suya.

Le echo los brazos al cuello y beso su fuerte mentón.

—¿Alguna sugerencia de mejora, señor Romano?

—Solamente una. —Acaricia mi pómulo con los nudillos y deja caer una lluvia de besos sobre mi cuello—. No vuelvas a salir por la puerta sin decir o poner por escrito lo mucho que me quieres.

Mi corazón da un vuelco.

—No sé cómo se me ha podido ocurrir —comento, con un cosquilleo en el estómago. Acerco sus caderas a las mías y le doy un casto beso en los labios—. Un pequeño desliz, señor. No volverá a pasar.

—Eso está mejor. —Profundiza la unión de sus labios con los míos, convirtiéndolo en una caricia atrevida y húmeda que me deja sedienta de más—. ¿Alguna vez te he dado las gracias por perdonar al monstruo que llevo dentro?

—¿No me ibas a regañar? ¿Ahora vas a decirme cosas bonitas?

Gael toma la mano donde luzco el sencillo anillo de plata que me puso el año pasado y me besa el dorso antes de arrastrarme a la mesa del comedor. Me mira fijamente antes de sonreír muy despacio.

—Lo cierto es que sí —suspira, metiendo las manos bajo mi vestido veraniego y enrollando los dedos en la fina tira de las bragas—. Y va a tener que ser castigo doble, porque has vuelto a dejar pringado el lavabo.

Me sienta donde antes humeaban los crêpes echados a perder y comienza a desnudarme muy rápido, a besarme muy lento y a quererme a su ritmo. Que es, por si no lo sabéis todavía, el que voy a seguir durante el resto de mi vida.

 Que es, por si no lo sabéis todavía, el que voy a seguir durante el resto de mi vida

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