CAPÍTULO 12

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Como todos los soñadores, confundí el desencanto con la verdad.

Jean-Paul Sartre


Lo malo de no pegar ojo en tres días es que cuando por fin puedo tener una conversación con el hombre que me tiene sorbido el seso, voy y me quedo dormida entre sus brazos. Y no solo entre sus brazos, porque cuando me ha despertado para ir preparando la maleta, el modo zombi me ha atacado y he estado yendo como alma en pena de un lado a otro hasta caer rendida en el avión. En mi defensa diré, claro está, que tras una placentera noche con Míster Tres Orgasmos no se puede hacer otra cosa.

Así pues, he pasado lo equivalente al vuelo sumida en un sueño tan profundo que cuando me he despertado, casi ni me he acordado de lo que se me ocurrió hacer hace un par de noches.

No soy de las que se arrepienten de lo que hacen; en todo caso, de las que reconocen que tendrían que habérselo pensado dos veces. Pero en este caso, entiendo que nada de lo que he hecho tiene por qué hacerme sentir vergüenza. Aunque me guste soñar, prefiero cumplir mis fantasías, y para eso uno debe seguir sus instintos... Al menos yo he tenido que ir detrás de los míos para desahogar la carga sexual que me llevaba atormentando un tiempo. Por tanto, lo único que cabe preguntarse después de haber dado un paso más, es... ¿Qué viene ahora?

Cuando Gael y yo cogemos nuestras maletas una vez bajamos del avión, su desagradable politono vuelve a interrumpir mi intento de plantear la cuestión. La incómoda charla del «qué somos» —pues Wild Cats, obvio— no le hace ninguna gracia a nadie, pero no soy ninguna cobarde, y no pienso darme en retirada solo porque me dé vergüenza preguntarle sin andarme con medias tintas cómo piensa tratarme a partir de ahora. Además, ¿acaso no es legítimo? Si me costaba cogerle el ritmo antes, cuando nada nos unía salvo la mutua antipatía, ahora que nuestra relación tiene pinta de haberse complicado necesitaré un itinerario por escrito al que ceñirme. No me gustaría cometer ningún error.

Por desgracia, mi editora me recoge en el aeropuerto antes de que pueda intentarlo de nuevo. Entre las dos tomamos las dos bolsas de deporte que he arrastrado conmigo, y nos dirigimos a su coche.

Katia Cavellier puede no tener a su nombre un gran patrimonio; como hija fugada de casa, lleva una vida que rechaza en su inmensa mayoría todo lo material en favor de una hucha de ahorros por si la cosa se pone fea. Pero viene de una familia de ricos que tiene su negocio en el mundo de la automovilística, así que no es de extrañar que se haya permitido el gasto absurdo de uno de los últimos modelos de Aston Martin.

—Por lo que veo, te has pasado por el forro nuestras imposiciones —comenta, una vez pone en marcha el coche. El motor ronronea como a ella le gusta, porque esboza una sonrisa ladina—. Ese es mi chico.

—¿A qué te refieres?

—Parece que vienes de un duelo pistolero en el lejano Oeste. —Me lanza una mirada significativa a través del retrovisor. Sus cejas se arquean en una mueca que me habría hecho reír si tuviera fuerzas para ello. A estas alturas no tendré que explicar a qué me refiero cuando juro que las agujetas no son tan divertidas como parecen, ¿no?—. Y eso solo puede significar dos cosas: has pillado un herpes vaginal en Madrid o te han tenido toda la noche abierta de piernas. Y entre tú y yo... Los herpes suelen ser consecuencia de lo segundo.

Suspiro y me reclino en el asiento.

—Es posible que tuviéramos sexo.

—Lulú, yo tengo sexo de vez en cuando y no camino como tú... Pero conozco los síntomas de esa caminada magistral. Tuve un novio con hipersexualidad que se pasaba toda la noche en faena. —Acompaña la afirmación con una sonrisa divertida—. Luego iba al trabajo con las mismas pintas que tú.

Mi mayor inspiraciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora