CAPÍTULO 26

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Todos los elementos, cuando están fuera de su sitio natural, desean volver a él

Leonardo Da Vinci


Lo bueno de haberme alejado de todo cuanto conozco y haberme recluido un poco en mi habitación sin que me lo echen en cara —bueno, mi madre sí que lo hace, pero no cuenta porque se queja por todo—, es que he podido avanzar bastante en todo lo referente al libro. He pasado de cincuenta a ciento sesenta páginas en dos semanas, lo que considero una pequeña victoria teniendo en cuenta que ni estoy inspirada, ni tengo ganas de ponerme a trabajar.

Os preguntaréis por qué escribo sin inspiración. A lo que yo respondo algo muy sencillo: es mi terapia de choque contra la tristeza, que a veces viene a molestarme en forma de balada de Garou y otras simplemente echan una película deprimente que no puedo resistirme a ver. La última ha sido Bajo la misma estrella, la cual me ha hecho aprender dos cosas: la primera es que el que la escribió estaba fatal. ¿Un libro juvenil donde los dos protagonistas tienen cáncer? ¿Es eso ético? ¿De verdad no irá a la cárcel?, porque estoy segura de que a alguno que otro le ha destrozado la vida.

Y lo segundo: me gusta sufrir, porque puse la escena de la declaración de la protagonista en bucle hasta quedarme dormida. Nunca lo admitiré delante de Nina porque sus «te lo dije» son peor de lo que lo fue la bomba Hiroshima, ni tampoco delante de Adrienne, quien, por supuesto, ya lo sabe, pero la verdad es esa.

Masoquista consagrada.

—Lulú, ¿puedes ayudarme con el guacamole? Por favor, es que estoy esperando una llamada muy importante.

—¿Por qué yo? —me quejo, volviendo a los cinco años de edad. No pasa nada: me lo puedo permitir después de dos semanas haciendo la comida y planchando con todo el calor—. Mira a papá, tumbado en el sofá sin hacer nada. Yo por lo menos estoy escribiendo para ganarme la vida.

Mi padre me lanza una mirada asesina desde su sitio privilegiado. No es el hecho de ayudar con el guacamole: es lo que el guacamole representa. Mi madre solo lo hace cuando hay reunión de jubiladas o divorciadas —algo bastante paradójico, porque ella sigue casada y trabajando—, y como nada le importa más en el mundo que ser alabada por su receta maestra, podría arrancarnos las amígdalas de una tarascada si se nos ocurriese cagarla. Cécile Bibon es así.

Antes de que la mejor cocinera de comida mexicana sin ser mexicana pueda replicar nada, saco el móvil y finjo que me están llamando. Me invento que Adrienne está al otro lado de la línea, y como tengo la mala suerte de ser una mentirosa de pacotilla, mi madre me arrebata el teléfono dándose cuenta del embuste. Pero justo cuando va a elaborar un discurso sobre las tareas de la casa y la importancia del apoyo en la unidad familiar, el cacharrito hace el correspondiente soniquete anunciando una llamada.

—Seas quien seas, gracias —suspiro en cuanto pulso el botón verde.

—Sabes que el nombre del llamante aparece en la pantalla, ¿verdad?

La voz de Non me hace suspirar como en una película dramática.

—¿Cómo estás, Lulú?

—Feliz de la vida. —Eso es una mentira como un castillo, pero no pasa nada porque el problema con la Lulú falsa es que es muy expresiva. Como Non no puede verme, nunca lo sabrá—. Estaba preparando guacamole con mi madre. Algún día tienes que proba...

—¿Guacamole con tu madre? ¿Tu madre? ¿Sigues en Toulouse?

—Claro que sí. ¿A qué viene ese tono?

—Lulú, llevas casi tres meses fuera. Creo que va siendo hora de que retomes tu vida... Entre otras cosas porque tienes un trabajo, y unas amigas que aunque sean un poco estúpidas merecen un poco de conmiseración por tu parte.

Mi mayor inspiraciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora