CAPÍTULO 33

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Supongo que hay varios grados de nerviosismo. El problema es que en este preciso momento, mi cuerpo está haciendo un tour por todos ellos. Y sería un poco desagradable explotar por culpa de la ansiedad, especialmente cuando llevo un vestido tan bonito que, aunque es probable que no vuelva a ponerme, seguro que querré ver entre mis pertenencias de vez en cuando. Es el síndrome de la ropa elegante en un armario sencillo: está destinada a coger polvo.

Suspiro y lanzo una mirada a las vistas a las que da la terraza de la última planta. París iluminada puede ser mucho mejor que un sueño cumplido. Las luces rutilantes ya son de por sí un espectáculo, pero pierden brillo al lado de la torre Eiffel, que es la corona real de la ciudad. A menudo pienso en que los franceses pensamos en derruirla unos pocos años después de su inauguración, y es entonces cuando llego a la conclusión de que los seres humanos estamos en el mundo para destruir las cosas bonitas. Nunca termino de decidirme por lo que podría hacer al respecto.

Aprieto el libro que he traído conmigo y agacho la cabeza para leer de nuevo el título. Mi mayor inspiración. Quién diría que me harían una especie de proposición en la última página de la que ahora es mi obra preferida. Quién diría que cumpliría un sueño que no sabía que tenía. Quién diría que estoy esperando al hombre que me lo ha dedicado para exigirle algo más, en lugar de tirarme a sus brazos directamente.

Oigo los pasos tranquilos de Gael antes de girarme. Es una extraña conexión la nuestra: la clase de vínculo inquietante e intenso que me hace ser consciente de dónde está en todo momento, como si yo fuera la brújula y él no supiera de sur, este u oeste. Como si fuera solo norte. Y ahora sé dónde apuntan sus ojos, porque la piel se me pone de gallina.

Cuando creo que ha llegado el momento, me doy la vuelta y lo encaro. Me sienta incluso mal lo bien que le sienta la noche, más cuando en la relumbrante ciudad hay fiesta.

Sus ojos bajan de los míos para echarle un vistazo al libro que mis manos agarran con fuerza.

—Lo has leído —asume, muy despacio.

Esas tres palabras bastan para que mis emociones se desborden. Claro que lo he leído: no solo lo he leído, sino que lo viví y sentí en su momento. Y ahora, gracias a él, he hecho un largo recorrido por mi vida en París: por mi historia a su lado. Con la diferencia de que he estado calzando otros zapatos; los que he querido ponerme desde que lo conocí, intentando conocerlo mejor.

Mi barbilla sufre un temblor repentino antes de que las lágrimas acudan a mis ojos.

—No lo has dicho —gimoteo, alzando el libro—. No lo has dicho en ningún momento.

Gael da un paso hacia delante, confundido.

—¿El qué?

—¿Cómo se supone que tengo que interpretar que en quinientas páginas no hayas sido capaz de escribir que me quieres? —pregunto. Noto cómo mis hombros se van liberando poco a poco del peso que acarreaban—. Nada que se le parezca. Nada que pueda darme una pista. Y... Claro que hay palabras bonitas —asiento, mirando al libro como si tuviera la culpa—. Muy bonitas, muy... Poéticas. Pero todos sabemos que el yo poético no tiene que coincidir con el yo real.

—Coincide, Minúscula. En este caso coincide.

—¿Y qué debo de sacar en claro con todo esto? Quizá habría estado segura de lo que querías decir hace años, o hace uno, porque no me molestaba en buscarle el doble sentido a las cosas. Pero ahora que te conozco y sé que siempre tratas de salirte por la tangente, no tengo ni idea de lo que tengo que hacer —admito, extendiendo los brazos—. ¿Y qué hay de Nathalie? Dijiste que siempre la tendrías presente.

—No te lo he puesto nada fácil —coincide, avanzando lentamente hacia mí—. Escúchame, Lucille: por una vez, todo es tan sencillo como te lo digo. Nathalie ha significado todo para mí, pero no estoy enamorado de ella. Ahora solo tienes que decir que sí o que no.

Mi mayor inspiraciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora