CAPÍTULO 9

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Cuando un hombre bueno está herido, todo el que se considera bueno debe sufrir con él.

Eurípides de Salamina


Firmar contratos y estrechar manos toda la mañana no habría sido tan estresante si hubiese tenido el detalle de dormir un poco, pero por otro lado, ¿qué mejor que pasarse la noche en vela desentrañando un misterio que debería serme indiferente y que no aportará nada nuevo a mi vida? Espero que se haya palpado la ironía. Y espero que no os hayáis dado cuenta de que me frustra no haber llegado a ninguna conclusión. «Lo siento, pero esto tiene que acabar». ¿Existe una frase más dada a confusión que esa? Literalmente puedo utilizarla para referirme al contrato con mi compañía telefónica, a una película cutre que no estoy dispuesta a ver hasta el final o a lo que le comentas con dramatismo a la última galleta del paquete antes de devorarla entre gemidos de placer. La probabilidad de que Gael estuviese hablando con una Casino de cacao es más bien nula, y dudo que le estuvieran llamando del butano a la una de la madrugada, pero eso sigue dejando al aire miles de millones de interpretaciones. Puede ser una novia, una esposa, una hermana... O podemos dejar de suponer que es una mujer, porque no todos los hombres son necesariamente heterosexuales, y no recuerdo que hubiera utilizado la terminación en femenino en ningún momento... Ni me suena que haya aclarado su orientación, ya que estamos.

Maldición, si Gael es gay, voy a entrar en depresión. De acuerdo, mis fantasías no podrían cumplirse ni en el caso opuesto, sobre todo porque no sé si quiero arrojarme a los brazos de un tipo con problemas para hacerle sentir mejor —o para hacerme sentir mejor a mí misma—, pero si es de la acera de enfrente hasta tendría que dejar de ilusionarme con cada miradita que me echa. Y entre nosotros... Me gustan demasiado esas miraditas para renunciar a ellas.

—¿Y bien?

Su voz me trae de nuevo a la realidad, y lo tengo que agradecer, porque mis cavilaciones tienen pinta de querer tomar un rumbo desolador.

Gael se ha tomado la licencia de alquilar un coche para movernos por la ciudad, y dado el cariz de mis pensamientos, prefiero no fijarme en lo bien que le sienta el carnet de conducir a un tipo atractivo.

—¿Cómo te sientes?

—En las nubes. —Y no miento; al margen de las preferencias sexuales de mi traductor y recientemente nombrado guía turístico, mi libro está a punto de salir en castellano, lo que es bastante más importante para mí—. Tenemos que ir a celebrarlo.

Gael devuelve la mirada a la carretera.

—¿El qué, exactamente? ¿Que tienes talento, cosa que ya sabíamos?

—No voy ni a intentar hacerme la sorprendida; sabía que cambiarías de tema o harías cualquier cosa para no llevarme a comer a un italiano. Y no tienes que fingir que crees en mi talento —añado—. Ya sabemos que estás aquí por obligación.

—Tú también estás aquí por obligación. O porque te pagan, al menos —replica—. Y sí creo en tu talento —añade, mirándome de reojo—. Ese que tenías escondido y que casi asfixias con tus fútiles intentos de plagio a Lisa Kleypas.

Le lanzo una mirada de preaviso.

—¿Podemos tener la fiesta en paz? Gracias. Y, ¿se puede saber por qué has pronunciado el nombre de una de las mejores autoras de literatura romántica como si no lo fuera?

Encoge un hombro.

—Porque es intragable.

—¿Perdón?

—Me cuesta leer más de dos páginas.

—Pero, ¿qué dices?

—Un coñazo.

Mi mayor inspiraciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora