CAPÍTULO 32

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En mi principio está mi final

Thomas Stearns Eliot


Estoy nerviosa por muchos motivos. Tantos que se me empiezan a olvidar, aunque quizá la amnesia selectiva se deba a la verborrea de Katia mientras termina de ajustarme el corsé. Es la primera vez que me atrevo a llevar un vestido tan elegante, más concretamente uno hasta los tobillos. No por nada, sino porque a las personas de baja estatura no nos suele quedar bien ir de largo. Es la clase de prenda que Adrienne luciría maravillosamente con su metro setenta y seis.

Yo al menos lo intento.

Me consta que el vestido es de lo más caro que hay actualmente en las tiendas, pero ha merecido la pena empeñar el riñón para pagarlo. Una debería vestirse así al menos una vez en su vida, y yo he decidido ponérmelo en la presentación del segundo y último libro que escribiré.

—¿Estás segura de que quieres retirarte como escritora? —insiste Katia, mirándome con los ojos entornados a través del espejo—. Es muy precipitado, Lulú. Te encanta la pluma. Es lo tuyo.

—Claro que es lo mío. Pero he descubierto que es mío de una manera especial —contesto, con una sonrisa atribulada—. Es mío en silencio, y no quiero que nadie más lo toque.

Katia deja el cierre del vestido por un momento y me mira con los labios apretados.

—Ha sido él, ¿no? Ha vuelto a frustrarte haciendo ver que no mereces la pena.

—No, no ha sido él. Ni él, ni nadie —concedo, negando con la cabeza—. Después de alrededor de dos años en este mundillo he aprendido que quien no se adapta, muere. En este caso hablamos de las exigencias del público. Y por eso he trabajado siendo fiel a las mías, en una especie de grito revolucionario. Me ha salido bien, no puedo quejarme. Gracias a un primer best seller me he financiado el segundo libro, y a juzgar por la gente que vendrá a conocerme, creo que tendrá una gran repercusión.

—¿Entonces?

—Es solo que me quiero dedicar a algo más práctico y que ayude a la gente, ¿sabes? Leer manuscritos, juzgarlos y corregir errores ha hecho que me sienta útil por lo que he aprendido a lo largo de mi vida —confieso—. Voy a seguir escribiendo, y quizá publique algo si creo que tiene futuro o merece la pena que vea la luz, pero no quiero que ese sea mi único empleo. En el fondo lo único que deseo es arropar a los demás y darles esperanza.

—Eso te ha quedado muy Campanilla —señala Katia, arrugando la nariz—. ¿No crees que te rebajas al bronce cuando podrías tener el oro?

Todas mis amigas entran como una tromba en la habitación.

—¿Y qué sería la plata? —interviene Adrienne, interesada.

—Pues tirarse a Romano, por supuesto —asiente Nina, convencida.

—¿Romano es el de los ojos azules? —pregunta Flavie, haciéndose la idiota—. Porque eso son tres oros como mínimo.

—A mí me parece una idea estupenda, Lulú —sonríe Jacqueline—. El oro y la plata no importan, porque la sensación de utilidad y los agradecimientos de quienes se pondrán en tus manos no estarán pagados.

Le devuelvo el gesto y las miro a todas una a una. Se han pedido días libres, han renunciado a sus citas y se han acicalado acorde con el acto para venir a apoyarme. Están todas: Katia viste de rojo, Nina de verde botella, Adrienne de azul desvaído, Jacqueline lleva un tono champán de lo más elegante y Flavie no sale de su clásico negro de corte atrevido.

No hay manera física de librarse de ellas, y prefiero que sea así.

—Si es lo que quieres, maravilloso —asiente Katia, abrazándome—. Pero primero disfruta de esta velada y regodéate un poco en la fama. Ya habrá tiempo de ser mediocre.

Mi mayor inspiraciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora