PRÓLOGO

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«Esta semana traigo algo muy distinto a lo que les tengo acostumbrados: una novela a la que aún no le he encontrado el género determinante para establecer un juicio en base a su sentido. Suponiendo que atienda al criterio de la autora, digamos que esto es una novela romántica en lugar de un atentado contra el amor tal cual se conoce. ¿Y por dónde empezamos? Procuraré ser lo más breve posible para no hacerles perder el tiempo miserablemente. Si buscan ponerse en el lugar de unos personajes planos e insípidos para vivir una historia trillada con graves carencias y degustar un final feliz que curiosamente sabe amargo por parecer de la invención de una niña de diez en vez de una mujer hecha y derecha, no duden en buscar a Lucille Viel entre las estanterías para ubicar su novela. No olviden que, en el caso de no gustarles, siempre podrán utilizarla para otro tipo de cosas. Yo, por ejemplo, decidí usarla como posa-papeles. Pero para aquel que tenga chimenea, podrá hacerlas maravillosamente de madero...»

Me mordí el labio y volví a la primera línea, decidida aprenderme de memoria los dos párrafos dedicados a la crítica de mi primera obra. De alguna manera tenía que desahogar mi frustración, y dado que el shock me impedía desatar mis emociones a lo grande, el llanto estaba descalificado. Hacer añicos el papel impreso y bailar sobre los pedazos tampoco me daría ninguna satisfacción. El daño ya estaba hecho, y la impresión de que estaría hecho para siempre me perseguiría de por vida, así que... ¿Qué más daba?

Inspiré hondo, estancada en las frases iniciales. Si mi mejor amiga hubiera presenciado cómo intentaba digerir la tristeza para reemplazarla por el odio hacia el crítico, chasquearía la lengua y repetiría su frase preferida: «No sabes cuándo parar, Lulú...» Y le tendría que haber dado la razón —aunque no es como si no la tuviera en un cien por cien redondo de los casos—, incluso si no se le ocurriese recurrir al tópico de mis defectos: soy, he sido y seré débil y masoquista, y más concretamente, siento y sentiré debilidad por el dolor.

Apreté los puños, ocultando en uno de ellos la bola con el pantallazo de la página web de mis pesadillas. Sí, era probable que tuviera razón sobre el argumento y no hubiera vomitado odio sin más, pero quería demostrarme y demostrarle al mundo todo lo contrario, y para ello no podía quedarme en casa lamentándome porque habían puesto a parir mi intento de novela. ¡Mi primera novela! Ese hombre... esa bestia se había cebado conmigo sabiendo que era escritora novel y me había ridiculizado en su famoso blog. El blog más famoso de Francia, ese que leían miles de personas. Ese que incluso tú habrás leído.

Hacían menos de unas horas desde la publicación de su veredicto, y hacían solo unos minutos desde que la humilde narradora había llegado al bloque donde vivía para pedirle explicaciones. El problema es que en cuanto me planté en su apartamento, me sobrevino la hipótesis de estar ridiculizándome a mí misma intencionadamente. Era evidente que Angelart, gran crítico y mejor sustancia corrosiva, no me estaba esperando. Esa solo era yo recurriendo a mi compañera de piso, que tenía contactos y amigos a lo largo y ancho de París, para que me soplase la dirección del susodicho, con el que guardaba relación por haber sido diseñadora de su página y de las portadas de sus libros. Nina había estado al otro lado de la guarida de Lucifer en múltiples ocasiones, y Lucifer tenía la poca vergüenza de haber conseguido ganarse su aprecio... Hasta que leyó mi crítica, y entonces respondió la llamada de toda amiga que se precie: empezó a odiarlo y planeó mi visita sorpresa sin que ninguna de las dos tuviera en cuenta lo que podría significar bajo un punto de vista legal que fuera difundiendo su domicilio.

Pero eso no era lo lamentable, preocupante o molesto. No me iba a sentir culpable, y menos cuando mi mejor amiga seguía taladrándome la cabeza con sus advertencias: «¿A quién se le ocurre mandarle su manuscrito a un homicida verbal...? Eres demasiado sensible para aceptar la dura crítica de un hombre por el que muchos escritores han abandonado su oficio...»

Mi mayor inspiraciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora