CAPÍTULO 28

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Xavier está entusiasmado con la idea del regreso de Lucille Viel a las librerías. Me persigue por todas partes para preguntarme cómo voy, además de cuestiones relacionadas con la promoción y distribución del libro. Casi ha llegado a ofrecerme traducirlo antes de tenerlo en francés para no hacer esperar a nadie, pero he elegido cortar de raíz su propuesta por el momento. Si tiene pensado mandarme a Madrid otra vez con Gael, preferiría que lo reconsiderase. Y no cabe en mi pensamiento que vaya a venir él, porque sigue teniendo la pierna regular y su marido apenas le deja ir a la vuelta de la esquina. Katia, por otro lado, está ocupada llevándose a mi hermano a hacer turismo por París para acompañarme.

El adelanto que sí he aceptado llevar a cabo es el de la portada. Aún no he terminado el libro, pero cree que la idea deberíamos ir desarrollándola. Yo no estoy del todo de acuerdo; si acepto es porque Marcel es el experto gráfico, y como lleva esquivándome desde que volví hace una semana, voy a tener que obligarle a pararse un rato conmigo.

Cuando me reúno con él en su despacho, procuro no hacer ruido para no importunarle. Aprovecho que no se da cuenta de que estoy ahí para echarle un vistazo, reparando en que sus ojeras se han alargado y oscurecido. Y eso no es lo peor: la falta de sueño puede venir dada por motivos no necesariamente de salud, y tampoco necesariamente emotivos. Lo más preocupante es, con diferencia, que no tararea ninguna canción estúpida mientras mata el rato.

—¿Se puede saber qué te ocurre? ¿Por qué me evitas?

Marcel levanta la cabeza y me mira directamente a los ojos. No hace ademán de sonreír: en su lugar le da un par de golpecitos a la silla situada a su derecha y gira el portátil hacia mí.

—¿Te acuerdas que me enseñaste el principio del libro? —pregunta, haciendo caso omiso de mis dudas—. Pues me he tomado la libertad de dejarme llevar por mis ideas y se me ha ocurrido esto.

Observo en la pantalla la fotografía de una mujer con la cara pintada con témperas. Las manchas no siguen ningún patrón: es como si hubieran mojado una brocha en la pintura y la hubieran agitado para que gotitas aleatorias le cubriesen las mejillas, la frente, la barbilla, la nariz... A pesar de tener los ojos cerrados, la modelo de la imagen transmite con su expresión una sensación de tranquilidad y asimismo preocupación que me deja el estómago revuelto.

—Es perfecta —murmuro—. ¿En qué color irán las letras?

—Le bajaré unos cuantos tonos de brillo para oscurecer la imagen en general y así poder ponerlas en blanco. No sé si tu historia acabará bien o mal, pero en cualquier caso... ¿No es como la Mona Lisa? —Marcel ladea la cabeza y se queda mirando a la modelo—. No sabes si simplemente está cansada, o triste, o pensativa... Es diferente.

—Lo es. Eres el mejor.

Marcel esboza una sonrisa diminuta.

—Ha sido gracias al título. El capricho del arte —cita, con voz de presentador—. Es muy bonito. ¿Cómo se te ocurrió?

—Pensando en Katia —admito, recordando el momento exacto en el que me vino a la cabeza. Marcel me mira a la espera de que concrete—. No sé cómo explicártelo. De una manera u otra, me he dado cuenta de que al principio no sabía quién era la protagonista, pero poco a poco fue cogiendo forma y se convirtió en ella. Lo sé porque he descubierto facetas de su personalidad últimamente, y me he dado cuenta de que es muy compleja. Eso hizo que me preguntara si el monstruo del libro es tan monstruo, y ella es realmente tan buena... Y no, no lo creo. —Niego con la cabeza—. Katia ha sido la que ha inspirado el giro drástico; el convertir lo perfecto en algo repleto a defectos.

—Pero, ¿por qué exactamente ese título?

—Cuando conocí a Katia, llevaba una falda con un cuadro de La noche estrellada de Van Gogh.

Mi mayor inspiraciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora