CAPÍTULO 24

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Si algo he aprendido de Katia —de la que no se pueden aprender muchas cosas, a no ser que estén relacionadas con coches caros, maquillaje, botas de tacón y otros requisitos indispensables para llegar a su corazón—, es que cada cosa tiene su momento. Según ella, hay que esperar al segundo ideal para decir o hacer lo que queremos, y aunque yo la tacho de detallista y obsesa de la perfección —porque lo es—, ella asegura que es de todo menos eso. Katia entiende que si el ser humano ha inventado el tiempo tal cual existe —meses, semanas, días, horas, minutos, segundos—, es porque cada momento debe encajarse en un mes, una semana, un día, una hora, un minuto y un segundo concreto. Y yo, tras dudar bastante de su tesis, he decidido hacerle caso.

Después de mucha meditación, opté por esperar el momento oportuno de anunciarle a Tibault mi descubrimiento.

Aunque quizá no esperé porque Katia estuviera repitiéndolo en mi cabeza, sino más bien porque no sabía cómo abordar el tema. Darte cuenta de que tu hermano está metido en las drogas —o se droga ocasionalmente, o esconde la droga a sus amigos los drogadictos— no es la clase de cosa que pueda uno asumir en el momento en que se entera. Tampoco uno de esos temas que puedes sacar a colación en una reunión familiar, o simplemente apareciendo bajo el marco de la puerta de su habitación, agitando la bolsita al grito de «pues los pajaritos no me han dicho nada: me lo han traído en el pico».

He estado la bonita cifra de dos semanas callada, dedicándome a escribir ocasionalmente, ayudando a mi madre con las tareas de la casa y contestando los e-mails que de vez en cuando me manda Adrienne, la mayoría quejándose de un tal Deirdre, Drenar, Dresden, Drenser, o iros vosotros a saber...

Aunque he intentado distraerme con todas estas cosas, no ha sido fácil pasar por alto que mi hermano sigue drogándose gracias al poco uso que se le da a mi cuarto. Porque de una cosa estoy segura: si lo escondiera en su habitación, mi madre ya se habría enterado.

Si no me lo tomo del todo mal es porque quiero pensar que, si la bolsita estaba llena y no se preocupó de esconderla en otro sitio sabiendo que me plantaría en casa un día de esos, es porque no hace uso de ella. Quizá se la guarda a alguno de sus amigos: ese club de canallas sin aspiraciones en la vida con el que ahora sale de noche. Además... Se supone que cuando te drogas te cambia la cara. He buscado información en Internet para estar segura y así es: cuando uno consume cocaína, heroína o lo que quiera que sea eso, acaba con un aspecto físico terrible. Y mi hermano está como siempre, aunque no coma mucho ni duerma lo que debe de dormir.

Hoy he decidido que, pase lo que pase, se lo voy a soltar. Voy armada con la bolsita en cuestión, que llevo segura en el bolsillo trasero de los vaqueros —sí, vaqueros. Los vestidos se están lavando—, y estoy esperando en el patio de casa a que Tibault se reúna conmigo para jugar al ajedrez. Mi madre y mi padre están trabajando, así que no nos molestarán mientras le cae la bronca de su vida.

—Lulú —me llama—. No voy a poder quedarme. Tengo una cosa muy importante que hacer.

Me pongo de pie casi en el acto. Debe de vérmelo en la cara, porque le cambia el semblante de manera radical.

—¿Que tienes una cosa muy importante que hacer? ¿Qué cosa es esa?

—¿Ahora tú también me vas a preguntar a dónde diablos voy? Fascinante —resolla—. Esta casa parece el puto CSI.

—Solo es curiosidad, Tibault. Y es para pedirte un favor. —Saco la bolsita del bolsillo y la tiro sobre la mesa de ajedrez de un movimiento. Al encontrarse un poco abierta, parte del polvo que había dentro acaba manchando unas cuantas losetas del tablero. Clavo mis ojos en los suyos al añadir—: Si vas al sitio o con la gente que te ha proporcionado esto, diles que no vas a volver más si no quieren que les denuncie.

Mi mayor inspiraciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora