CAPÍTULO 23

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Adivina qué: esos momentos épicos en las películas en los que el hombre, enamorado, corre hacia la puerta de embarque en el último momento para evitar que te marches, no existen en la vida real. Son cosas que solamente se da en Friends, con ese emocionante final entre Ross y Rachel. «Te bajaste del avión», le decía él. Ella asentía, y después se besaban apasionadamente... O todo lo apasionadamente que se pueden besar dos personajes en una serie de humor.

El caso es que yo no debo merecerme un amor de ese estilo, y vosotros tampoco os merecéis una historia dramática, porque me subí al avión y santas pascuas.

Ahora me las estoy viendo canutas para que el taxista que me lleva del aeropuerto a mi casa encuentre esta misma. No puedo culparlo: Gaillac es grande, pero vivo donde Dios tiró la piedra y es la clase de itinerario que ni siquiera un profesional puede seguir sin meter la pata. Y la mete hasta el fondo cambiando de ruta veinte veces, lo que termina haciéndome de la opinión de que solo trata de clavarme alargando el trayecto.

Suspiro profundamente y me limito a pagarle, sabiendo que cualquier otra persona en cualquier otra circunstancia le habría echado la bronca. Solo reafirmo lo que ya sabía cuando salgo del coche y lo veo contando el dinero como si fuera un criminal tras atracar la joyería.

En fin...

Solía vivir en una coqueta casa de campo de dos plantas que mi madre pagó con esfuerzo y sudor a la edad de veinticinco años. Cécile Bibon fue en su tiempo una adolescente sin remedio que se marchó de casa para vivir el sueño americano, y que cuando le salió mal se vio en la encrucijada de volver y afrontar lo que había hecho, o quedarse pidiendo limosna en las calles de Boston. Al final optó por apelar al perdón de sus padres, pero fue demasiado tarde: cuando regresó, mi abuela había fallecido y mi abuelo se había mudado para no tener que dormir en la misma cama que compartieron. Lo único bueno del asunto fue que dejó una herencia que mi madre aprovechó para levantar un negocio del que actualmente se hace cargo, y cuyos beneficios le valieron para pagarse sus caprichos. Entre muchas cosas, una rinoplastia.

Katia aún no se lo cree: pensaba que esas cosas solo las hacían las esposas de billonarios septuagenarios exitosos para mantener la belleza —lo que les da de comer—, y no las mujeres corrientes de pueblos alejados de la mano del Señor. Tuve que enseñarle dos fotos; una del antes y otra del después. Ni que decir tiene que se declaró su fan número uno por emprendedora e independiente.

No tengo que entrar a casa para escuchar los gritos de una discusión. Cuando mi madre se altera es capaz de hacerse oír hasta en el vacío. Lo que me sorprende es que Tibault está hablándole con el mismo tono.

Giro la llave con cuidado y entro sin hacer ruido. El objetivo era darles una sorpresa tocando al timbre, pero interrumpir ese jaleo y esperar que me recibiesen con un abrazo y una sonrisa encantadora habría sido mucho pedir. Cécile es la clase de mujer a la que le puede durar el enfado veinte días, aunque cada mañana te dibuje una carita sonriente sobre las tortitas con el sirope de cereza.

Me planto debajo del umbral de la entrada al salón, con la mochila de deporte al hombro y el ceño fruncido. Tibault ha dado el último estirón y se le ha aclarado más aún el pelo. Y si no me equivoco... eso que lleva en los ojos es kohl negro.

Ya sea para evitar que sigan tirándose los trastos a la cabeza o porque se me va a caer el hombro, dejo la bolsa de deporte en el suelo procurando que se escuche. Los dos se giran enseguida en mi dirección: mi madre roja por el cabreo y Tibault con expresión infranqueable.

—¡Lulú!

Mi madre se me tira literalmente encima con los brazos por delante, pero yo no aparto la mirada de mi hermano, que me observa sin expresar nada en absoluto.

Mi mayor inspiraciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora