CAPÍTULO 17

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—Por tu culpa voy a salir en las fotos como una bola de sebo —me quejo, mirando a Adrienne con todo el rencor que soy capaz de acumular. Ella, vestida exactamente igual pero luciendo mil veces mejor que yo, se encoge de hombros y continúa intentando pintarse los labios sin parecer Drácula después de un festín—. Caerá sobre tu conciencia, Adrienne Saetre.

—Si eso es todo lo que tienes para hacerle sentir culpable, deja que te diga que no vas a conseguir nada —se mete Nina, que le abrocha los botones traseros del vestido a Katia—. Tiene una conciencia de acero inoxidable.

—No tengo problema en repetírselo hasta atravesar sus murallas —rezongo—. Si no hubiéramos tenido que adelantar la despedida de soltera para que pudiera venir, me habría dado tiempo a ponerme a dieta y adelgazar unos kilos. Y ahora no parecería la casamentera de Mulán.

Katia suelta una carcajada. Se acerca a mí, caminando como la mujer fatal que es, y me pasa el brazo por los hombros.

—No te hace falta adelgazar nada. El vestido de geisha te queda como a ninguna. Mira todas estas curvas... Aquí se matará alguno esta noche.

Así es. El tema elegido finalmente ha sido el de las geishas. Katia encontró la inspiración tragándose la historia de Sayuri y el Presidente por decimonovena vez. Le bastó con relacionar lo bien que le quedarían a todas los trajes con el hecho de que Memorias de una geisha es la película preferida de Jacqueline. Y yo casi que prefiero la iniciativa de las princesas Disney, aunque hubiera tenido que representar a la estúpida de Blancanieves. O tal vez no... Al menos el vestido japonés morado oscuro que llevo disimula un poco mi barriga, cosa que el amarillo de la falda de la princesa no habría conseguido.

—En el fondo solo quiere hacerme sentir mal. Siempre le ha importado un comino su peso —dice Adrienne, que ya se ha rendido y le pide a Katia que termine de perfilarle los labios—. Y me alegro de que así sea, la verdad.

Eso es cierto. Si me importara mi peso no me atiborraría todas las noches sin excepción a helado de yogur con frutas del bosque, y no me aprovecharía de mis curvas para ponerme vestidos que las acentúen. Sin embargo, cuando vas a salir a la calle con tus amigas las altas, delgadas y estilizadas, los complejos te acaban atacando. Yo no tengo la cintura de avispa de Olivia Newton-John, sino más bien las caderas de Kim Kardashian. Y ya me gustaría tener el pecho perfecto de Catherine Zeta-Jones, pero no. Parezco una muñeca desproporcionada con esta talla de sujetador similar a la de Nicki Minaj.

—¿Estáis ya listas? —pregunta Katia—. Claude acaba de mandarme un mensaje diciendo que llegará en dos minutos con Jacqueline.

—Yo he terminado ya —anuncia Nina, atusándose las arrugas de su vestido azul marino—. Y tengo por aquí la ropa de Jacques, con los complementos y todo.

—Yo también estoy preparada.

—Estamos todas, creo —deduce Non, mirándonos con sus ojos de científica cien por cien calculadora. Y Katia está a punto de creérselo hasta que repara en que a mi cara le falta algo.

Con una solemnidad que está a punto de hacerme estallar en carcajadas, coge su pintalabios rojo y le quita el tapón como si acabara de desenvainar la espada que acabará con los malos de la batalla. Atraviesa toda la habitación con la mano por delante, y yo, que sé que no tendré salvación, me resigno a entreabrir los labios y a esperar a que estampe la barra en ellos. Como es tan especial, no solo me los pinta, sino que me los perfila con un lápiz y me echa encima una especie de gloss que da la textura del terciopelo mate.

Cuando termina está tan orgullosa de su hazaña que sonríe de oreja a oreja. Está tan guapa y contenta que me contagia.

—Te queda genial el pintalabios rojo. Deberías ponértelo más.

Mi mayor inspiraciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora