Tibault pone los ojos en blanco.

—No me hables como si tuviera quince años y me hubiera acercado por primera vez a una tía.

—Sí, estoy segura de que ya te has tirado a veinte y has dejado embarazada a tres de ellas, pero nunca había oído la palabra novia en la misma oración que tu nombre —replico, irónica. Eso parece hacerle recular, porque me mira entre sorprendido y mosqueado—. Si no quieres hablar de ella me parece bien, pero mucho me temo que tendré que quedarme con lo que sé gracias a mamá para formarme una opinión. Y me da a mí que no va a ser buena.

—No es que me importe especialmente lo que penséis de Monique. Nunca he sido de los que se dejan influir por las opiniones de los demás, y menos en este caso. —Eso prácticamente lo muge—. Si decides hacerle caso a la vieja, que no está en sus cabales desde hace tiempo, allá tú. No respetaría ni que saliera con una puta ecologista.

—Así que asumes que Monique es una irresponsable, ¿no?

—Mira, si has venido para hacerme un interrogatorio, puedes dedicar tu tiempo a otras cosas. No estoy por la labor de soportar otra lección moral sobre lo que está bien y lo que está mal...

—No quiero darte ninguna clase moral. Solo quiero que te sinceres conmigo y me cuentes qué tal estás, cómo lo llevas... Tus estudios, tus amigos, tu novia. Me estaba limitando a proponer una conversación corriente, Tibault, por Dios —suspiro—. Deja de estar a la defensiva. Yo no soy mamá.

Mi hermano agacha la cabeza y se queda mirando los rombos de la alfombra. Esa en la que una vez se me cayó el bol con los Cheetos, que Tibault luego pisó sin querer: esa en la que él derramó un botellín de Seven-Up mientras veía la última de Terminator con sus amigos y yo tuve que tapar con mi propio cuerpo cuando regresó mi madre a casa: esa en la que jugábamos con los cochecitos cuando no llegaba a los nueve años, quejándonos de que por culpa de su textura, las ruedas no se deslizaban en condiciones por su superficie.

—¿Qué te pasa, Boo? —le pregunto en voz baja, recordando su mote. Pensaba que me fulminaría con la mirada al escucharlo, pero todo lo contrario: ladea la cabeza y me mira de reojo con una sonrisa ladina. Él también recuerda haber sido ese Boo incapaz de asustarse por los monstruos que viven en su armario—. ¿Está todo bien? ¿Tienes problemas? Sabes que puedes confiar en mí.

No contesta. Al menos, no al principio.

—Estoy muy bien. Solo quiero un poco de paz.

¿Y quién no? ¿Acaso alguien volvería a la guerra por voluntad propia, sin tener realmente motivos por los que luchar y apreciando su vida?

—¡Tibault! ¡Lucille! —llama mi madre—. ¡Ya está la cena!

Yo me pongo en pie de un salto, pero Tibault no se levanta. Se recuesta en el sofá y cierra un momento los ojos, como si le pesara que la vida siga.

—¿No vienes?

—En un rato —murmura.

Asiento, aunque no puede verme, y echo a andar hacia la salida del salón. Primero corro escaleras arriba para dejar la bolsa de deporte, quitarme la ropa y los zapatos y ponerme algo más cómodo: lo bueno de tener relación con tu familia y visitarla a menudo, es que dejan tu cuarto tal cual está con las prendas guardadas en su lugar. Por eso no me ha hecho falta traerme mucho más que un par de vestidos que me gusta lucir. Todo lo que solía ponerme cuando tenía veinte años sigue colgado en el armario.

No sé qué tiene la infancia que todo lo que se pueda relacionar con ella es motivo de melancolía. Echo un vistazo alrededor y me fijo en las escasas muñecas que me negué a tirar solo por la historia que había detrás de ellas, y que llevan casi quince años en las estanterías cogiendo polvo. Hay una hucha con forma de cerdito con tutú, un par de marionetas que compré en la feria, unos cuantos peluches que me conseguía Tibault con su puntería excelente... Solo por curiosidad saco del armario la ropa que hace años que no me pongo y observo que no he cambiado mucho en ese sentido: sigo siendo la chica de las bailarinas y los vestidos de vuelo con escote pronunciado. La única diferencia es que ya no me hago coletas, ni me lleno la cabeza de trenzas... Ni dejo que experimenten con mi pelo, a secas.

Me subo sobre la cama y cojo una de las muñecas a las que le di más uso. Quizá el momento de guardarlas haya pasado ya, y tal vez tenga que tirarlas de una vez para afianzar el paso de la adolescencia a la madurez, pero hay ciertas cosas que duele dejar atrás. Uno siempre querrá volver a ser un niño, porque un niño siempre es inocente y no le preocupa lo que le deparará la vida.

Dejo la muñeca en su sitio y alargo la mano hacia la hucha del cerdito. Sonrío cuando escucho el tintineo de algunas monedas en su interior. No es uno de esos cerdos que tienes que romper para sacar el dinero —cosa que siempre me echaba en cara mi padre, pues decía que si podía meter la mano con facilidad nunca lograría ahorrar—, sino de los que se destapan tirando de una ventosa.

Por la curiosidad de descubrir cuál es la cantidad de monedas que con diez o doce años me parecía indecente, cuelo la mano dentro toco lo que parecen un par de euros, veinte o diez céntimos... También hay un botón, dos imperdibles unidos...

Me siento en la cama y vuelco el contenido para ver si he acertado. Y no llego a asegurarme, porque todo lo que puedo ver cuando derramo las entrañas del cerdito sobre la colcha es una bolsita de plástico con un polvo blanco en su interior.

La cojo con dedos temblorosos y me la acerco a la cara, solo para cerciorarme de que no estoy teniendo una pesadilla. Lo único que puedo escuchar es el sonido de los latidos de mi corazón y un pitido insoportable en los oídos, que impide que pueda escuchar con claridad el segundo aviso para la cena de mi madre.

No sé cuánto me quedo mirando el contenido de la bolsa. Lo que sé es que mis ojos no me engañan, y que mirarla más no conseguirá cambiar lo que es.

 Lo que sé es que mis ojos no me engañan, y que mirarla más no conseguirá cambiar lo que es

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