—¡Gael! —Él aprieta los labios para no reírse, y entonces lo comprendo. Está haciéndolo adrede. Desquiciarme, digo. Como si tuviéramos diez años. Pero si quiere jugar, no voy a ser yo la que le quite la ilusión—. ¿Sabes qué es un coñazo? La música que tienes puesta.

—Por Dios, Lucille, ¿por qué te cuesta tanto aceptar la diversidad de opiniones?

—Shh.

Aprovecho que el coche tiene un cable USB para conectar el móvil, saco el cargador para separar las partes y lo enchufo a la radio. Tomándome mi tiempo con el objetivo de exasperarlo, busco en la lista de reproducción una de mis canciones preferidas. Cuando empieza a sonar, Gael compone una mueca.

—No sé ni de qué me sorprendo.

—¿Qué pasa?

Prácticamente lo he ladrado.

—Eres francesa hasta la raíz del pelo y una romántica sin remedio. Tenías que estar obsesionada con Garou sí o sí.

—¿Y con qué se supone que están obsesionados los medio españoles medio italianos residentes en Francia y que serían infelices en cualquier parte del mundo? —pregunto, mirándolo expectante—. Confiesa.

—Depende. Si tienen buen gusto, se conforman con no alabar a Lisa Kleypas.

Cierro los ojos y siento que las aletas de la nariz se me dilatan. Y justo cuando voy a gritarle que no tiene por qué meterse con mi pasión por la novela histórica-romántica, estalla en carcajadas. No dura mucho ese repentino ataque, pero mientras se alarga, soy incapaz de respirar.

El arranque de felicidad cesa por culpa del politono de su móvil, que no tarda en poner en silencio.

—¿Quién te llama tanto? —pregunto sin poder evitarlo, recordando todos los momentos en los que el editor ha tenido que interrumpir su explicación por culpa de una llamada entrante, y, especialmente, la discusión de anoche—. No te pido nombres. Solo me da curiosidad. ¿Quién es tan cansino? ¿Has tramitado la portabilidad del contrato telefónico a otra operadora y te está bombardeando a ofertas la antigua, o qué? Eso se puede bloquear. Yo sé hacerlo. Si quieres puedo ayudarte a alcanzar la libertad.

Gael vuelve a sonreír, aunque sin ganas.

—Son solo unos asuntos que he dejado en Francia.

—¿Asuntos que has dejado en Francia? —Él asiente—. ¿Asuntos por resolver? —Vuelve a asentir. Yo chasqueo la lengua—. Gael, si tenías cosas que hacer, deberías haberte quedado. Xavier te lo pidió como favor: traerme no era obligatorio. Podría haber venido Marcel, o Liv... Katia sabe español.

—No te preocupes por eso —contesta. Comprime el volante hasta que sus nudillos palidecen—. He venido justamente para no tener que resolverlas por el momento. Esto está siendo terapéutico para mí —añade para sí mismo.

No me da tiempo a contestar. Gael aparca aprovechando que otro coche ha dejado el sitio libre y sale antes de que pueda seguir curioseando. ¿Lo veis? En la universidad tuvo que estudiar la optativa «dejar a la gente con la miel en los labios», y no solo eso: también sacársela con honores.

La optativa, digo.

Atravesamos la calle principal y callejeamos un poco hasta llegar al restaurante que ha elegido. Cuando leo unas letras cuyo significado desconozco, le lanzo una mirada que intenta ser furiosa.

—¿Un japonés? ¿De verdad? —resoplo—. ¿Sabes que la comida oriental no es del gusto de todos? Te estabas arriesgando demasiado al elegir esto.

—¿Acaso la has probado?

Mi mayor inspiraciónWhere stories live. Discover now