—Qué aburrido. Pensaba que serías de algún pueblo recóndito... ¿Vienes de una familia de burgueses elitistas con caserones en el barrio Salamanca? Seguro que sí.

—¿Estás intentando provocarme? —inquiere, con voz tranquila. Tampoco me mira entonces: sigue meneando la cabeza de mi libro a su ordenador, en el que va tecleando según conviene—. No, no vengo de ninguna familia burguesa. Mis padres eran gente normal.

—¿En todos los sentidos?

—¿Qué quieres decir, Matilda?

Ah, sí, lo olvidaba. De vez en cuando me llama así para burlarse de mi pasión por los estampados y el corte de pelo, cosa que hizo estallar en carcajadas a Adrienne cuando se lo conté. Y yo la secundé: ahora, además de ser inteligente, predice el futuro. No se equivocaba cuando aseguraba que Angelart acabaría criticando también mi flequillo.

—¿No tenían ningún trauma? ¿Nada turbio en la familia? ¿Algún esqueleto en el armario?

—¿Cuál es el objetivo de tu interrogatorio? Ya has escrito un libro sobre mí. No puedes editarlo para añadirle capítulos inéditos en los que comentas aberraciones de mi familia.

Arrugo la nariz.

—Es simple curiosidad.

—Pues deja vivo al gato, y a mí en paz. No voy a poder tener terminada la traducción de tu libro para la semana que viene si no paras de interrumpirme.

Bufo sonoramente.

—No me puedo creer que gracias a mi contribución vayas a ganar dinero. No te lo mereces, borde de las narices.

—A lo mejor no soy tan borde, sino que tú eres una metomentodo. —Lo deja caer con una tranquilidad turbadora. No me da tiempo a replicar—. Y a ver si dejas de sentarte en las mesas, que para eso están las sillas.

—Imbécil...

—Baja. Ven aquí y dime qué te parece esto.

Refunfuñando otros tantos insultos no demasiado malsonantes, me deslizo con tranquilidad por la mesilla hasta dar con el suelo de un saltito. Me atuso la falda con cuidado, asegurándome de que no se ha arrugado demasiado por el camino y, cuando levanto la cabeza, me encuentro con la mirada de Angelart. No tarda en apartarla, como si así pudiera eludir mi expresión interrogante. Decido ignorar ese rápido vistazo en pro de mi salud mental y me acerco a él hasta sentarme de nuevo, esta vez en la mesa de escritorio en la que trabaja. No hace ningún comentario; solo niega con la cabeza, dándome por perdida.

Es lo que toca. Cualquier bordillo o elevación queda establecida como lugar oficial de descanso. De algún modo tengo que compensar mi altura.

—¿Qué es?

—La portada. Un amigo mío me ha mandado un par de imágenes editadas. Me vi obligado a pedirle ayuda, ya que le ponías pegas a todas las que te ha mandado Marcel.

La verdad es que me angustia rechazar carátula tras otra, pero también es que Marcel ha estado poniendo especial interés en complacerme mandándome miles de posibilidades. Me consuela que el diseñador en cuestión sea un encanto y no sintiera que su trabajo estaba siendo desvalorizado. Aún no lo conozco en persona, pero a juzgar por sus bromas sobre egos heridos y corazones rotos, creo que me caerá bien.

Por suerte no va a ser ningún drama elegir portada; ya no, por lo menos. La primera imagen que Angelart me muestra, sencilla y elegante, consigue convencerme.

—Me alegro de que te guste.

—No deberías haberte tomado las molestias.

—Me aterrorizaba pensar que te presentarías con una foto de mi cara. Mejor no tentar a la suerte y pedir auxilio a tiempo.

Mi mayor inspiraciónWhere stories live. Discover now