Como si pudiera haberlo cambiado. Ahora toda Francia estaba riéndose de mí. Los morbosos comprarían mi libro para deleitarse con su patetismo, e incluso fotografiarían las partes peor logradas para seguir ridiculizándome a través de las redes sociales. Y mi sueño, mi único y gran sueño de triunfar en el mundo de la literatura, iría muriendo poco a poco por culpa de ese...

Apreté los labios y me estiré, clavando los ojos en la mirilla de la puerta. Dentro de mi desesperación, me regodeé por haber encontrado la fuerza necesaria para encararle. Eso era lo que necesitaba: llenarme de odio para poder escupírselo y sacar de dentro toda mi desilusión. Porque iba a tener que escucharme... ¡Vaya si me iba a escuchar! Uno no podía pisotear las esperanzas de los demás y esperar que la vida no le devolviese la bofetada. La cosa quedaba entre escritores, por favor, ¡la justicia poética existía!

Teniendo eso en mente, toqué al timbre y esperé impacientemente, con el cuerpo al borde de la convulsión. Eché nerviosos vistazos a la mano que contenía sus palabras venenosas, tratando de ignorar que, eventualmente, podría mandarme al cuerno y no me quedaría otra que irme por donde había venido sin replicar.

Este pensamiento fue desechado al instante. No iba a dejarme corroer por el pesimismo; ya estaba servida de negatividad con su desagradable contestación a mi correo. Su desagradable y pública contestación a mi correo.

De nuevo, mi mejor amiga decidió infiltrarse en mis pensamientos y empezar de nuevo con la perorata que reiteró hasta la saciedad. «¿Es que no te has pasado por su página web? ¿No has visto de lo que es capaz? Lulú, es muy probable que estemos hablando de un viejo que le saca la puntilla hasta a los clásicos y al que el único libro que le ha maravillado en las últimas décadas fue Los Pilares de la Tierra».

—Cállate, Adrienne —mascullé por lo bajo, mirando al suelo. Como si eso hubiera podido silenciarla.

Notaba las mejillas ardiendo, y no sabía si eso tenía algo de bueno. Siempre he sido una persona tranquila que no le desea el mal a nadie. La única vez que me enfadé fue cuando mi hermano mató de hambre a mi tortuga y me contó una milonga para quitarse las culpas. Pero delante de la puerta de Angelart, con la crítica quemándome en la mano y en el corazón, iba directamente a explotar. O solo a dejar de funcionar, porque cuando la puerta se abrió perdí la noción de mis latidos.

Por un momento me invadió el vértigo y pensé en huir —oh, por Dios, ¿qué hacía ahí? ¡¿Cómo se me había ocurrido?! —, pero al segundo siguiente volví a recordar que aquel tipo había sugerido comprar mi libro para azuzar el fuego en una noche de enero, y todo instante de vacilación se perdió en el olvido. Levanté la mirada, muy decidida a espetar mi estudiado discurso sobre sinvergüenzas y faltas de respeto...

...Y el alma se me cayó a los pies. Unos pies que estaban a metro cincuenta y seis exacto del suelo, pero que habían crecido diez metros en los últimos segundos para que un mareo trepidante me poseyera al mirar a mi alrededor desconcertada.

Mis ojos acabaron cayendo en los suyos de nuevo, unos ojos que me observaban inexpresivos.

«¡Di algo, Lulú! ¡Lo que sea! ¡El número capicúa, al menos...!» Pero nada salió de mis labios, a lo que él decidió tomar el relevo manifestando su incomodidad. Lo vi cambiar el peso de una pierna a otra antes de preguntar, con un forzado acento francés:

—¿Puedo ayudarla en algo?

Porque no, no tenía nada de francés. Ni tenía nada de septuagenario lascivo con incontinencia urinaria. Tampoco tenía cara de leerse Los Pilares de la Tierra, porque por desgracia, a los hombres guapos rara vez se les asociaba también la brillante virtud de la erudición. Lo que se traduce en que desde el día de entonces, dieciséis de mayo de 2015, Adrienne Saetre había pasado de ser el oráculo a tener la razón solo en un noventa y nueve por ciento de los casos.

Mi mayor inspiraciónWhere stories live. Discover now