Capítulo 11 - La chica de los pecados

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Laila nos indicó el pasillo que cualquier comprador habitual debía recorrer hasta la sala de ventas. Un corredor muy estrecho conectaba el recibidor con la nave principal. Para nada parecía el de una tienda; más bien el de un anticuario, lleno de espejos extravagantes colgados a diferentes alturas sobre el gotelé. La cortinilla de tiras de madera marcaba el final del pasillo y daba paso al salón principal: un espacio hexagonal, plagado de productos, minuciosamente organizados y etiquetados en los diferentes estands. Frutas, verduras, hortalizas, infusiones, remedios vegetales en bolsitas y cienes de mezclas más. Los carteles indicativos los clasificaban por zonas: húmedas, secas, de vacío, fotosensibles... La luz natural penetraba por una claraboya central del techo. Al fondo a la izquierda: el mostrador. Más al fondo aún y a la derecha: unos tablones de madera hincados a la pared que debían hacer de escalerita hacia una planta superior. Los recovecos mordisqueaban todas las esquinas, y las plantas y hojas silvestres cubrían por completo aquel lugar, trepando por columnas y expositores como si naciesen de quién sabe dónde. Se respiraba una refrescante brisa tropical.

Nuestra anfitriona se dedicaba profesionalmente a investigar las propiedades de los vegetales más exóticos del mundo para aplicarlos a la salud, la construcción y el diseño textil.

Nos sujetó el tablón del mostrador y nos condujo al patio trasero por una diminuta puerta de medio arco adosada a la pared.

Belén, Faus, Sebas, Dani, Laila y yo manteníamos una estrecha relación desde hacía años. A Belén y Faus los conocí viajando a la ciudad el primer día en autobús, junto a Nacho, que hoy no había podido venir. Faus era el genio por excelencia de la decoración de espacios exteriores, y estaba especializado en el diseño de piscinas de ensueño. Por otro lado, Sebas era un antiguo compañero de clase de Faus y mío en bachillerato. Los tres hacíamos juntos la rama de ciencias. Repitió dos cursos hasta que encontró la motivación en las Bellas Artes. Ahora se dedicaba a la restauración. Laila y Belén se conocieron en unas charlas en un club de lectura; nos la presentó Belén en su cumpleaños. Por último, Dani, un par de años más pequeño que el resto, y unos cuantos más que Laila, también fue al Jeremy Bentham como nosotros. Se hizo muy amigo de Sebas cuando repitió curso, y había enfocado su carrera profesional hacia una parcela de la ingeniería mecánica dedicada al urbanismo industrial. A su temprana edad ya lideraba una de las empresas más competentes del mercado. Me lo presentaron éstos cuando desperté, y me pareció un tío majísimo. La verdad es que teníamos un grupo bastante curioso.

—¡Voilà! —exclamó Laila, enseñándonos la choza que daba al jardín exterior—. Os presento mi lugar preferido. Aquí es donde preparo las muestras para mis investigaciones. ¿Un café?

Me serví uno bien cargado.

Aquello era una cabaña rectangular, abierta al jardín, sostenida en el aire sobre un riachuelo que sonaba a su paso por debajo entre las piedrecitas, y se abría por unos cuantos escalones más hacia un camino serpenteante que penetraba de lleno en la espesura del vergel.

—Perdonad el desorden —se disculpó recogiendo unos libros de la mesa—. Me habéis pillado revisando unos trabajos.

Devolvió los botes vacíos a la estantería e hizo un hueco entre la cristalería para colocar unas jeringuillas limpias.

—Por favor, no os cortéis. Id bajando al jardín.

Le hicimos caso y entramos en aquel bosque. Desde atrás apenas se intuía al que iba primero en la fila. Llegamos a una mesa de piedra circular. El camino se había abierto en una placita rodeada por plantas rastreras y estatuas cubiertas de musgo. En el fondo, la figura de una ballena de bronce a escala, coronando un estanque de aguas verdes.

—Jolín, hacía un montón que no nos veíamos todos juntos —dijo Belén, con voz nostálgica.

—Y encima en este paraíso —añadí.

Hora VeintitrésWhere stories live. Discover now