Capítulo 8 - Siempre estaré cuando me necesite

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Era sábado por la mañana. El sol comenzaba a reflejarse en los despachos cerrados de las últimas plantas. No había hueco para un solo rascacielos más.  La calle principal de la zona más lujosa de la ciudad, próxima al puerto, daba la bienvenida a los transeúntes con sus imponentes cuarenta y cinco metros de doble muralla edificada a base de apartamentos de viviendas, museos, gimnasios, oficinas, instalaciones de ocio y toda clase de comercios.

Frenado en seco sobre un canal de agua, Soma se entretenía contando las motos de agua que cruzaban por delante entre las numerosas lanchas. Era difícil, pero de vez en cuando se veían. Así, sobre lanchas, era como se desplazaba mayormente la gente de dinero por El Loto: coches de última generación que hacían las veces de yate privado también. Los del Consejo no debieron apretarse los cinturones cuando planearon construir aquel sistema de cañerías interconectadas entre sí y con la playa con la precisión de una bomba de relojería suiza. Hasta el último rincón del complejo quedaba a la vista de algún canal de agua, incluida la calle principal en la que se encontraba Soma.

El panel verde se iluminó e inmediatamente asomaron por el canal dos filas de tablones metálicos articulados que avanzaron con ruido mecánico bajo los pies de Soma, hasta conectarse con los otros dos que venían, también a ras de agua, del lado opuesto. Se apresuró a cruzar el puente, bajo la atenta mirada de los que hacían cola en el agua esperando para poder pasar.

Los sábados por la mañana era día de montar a la familia en los coches, bajar por los desvíos hacia las zonas de agua y disfrutar de un agradable paseo entre cornisas y mareas. Eso, y sacar a relucir el alcance presupuestario de cada casa. El de Soma apenas le permitía comprarse el bono mensual del transporte público: plataformas flotantes que iban y venían entre dos puntos concretos. Tampoco necesitaba más. Y siempre acertaban en la hora. Siempre. Ni un segundo antes, ni un segundo después. La plataforma llegaba a la parada a en punto, y salía al mismo tiempo.

Soma escuchó lo que le pareció alguien dando palmas. Voces de insulto y auxilio. Se acercó a la fuente del escándalo: una señora de entre veinticinco y cuarenta y cinco años, entallada en leopardo, toda desperdigada por el suelo. Estaba fuera de sí.

—Osea, ¡no me lo puedo creer! —dijo con voz nasal.

—¿Se encuentra bien?

—Osea, que me parece mega fuerte —seguía sin levantarse del suelo, estrellando su mano una y otra vez contra su pecho—. Quesito, ¿qué haces ahí parado?

Le ofreció la mano para levantarla, pero ella se la negó.

—¡Al ladrón, quesito! ¿Es que no lo has visto? ¡Que me han robado!

—¿Te han robado? —repitió con tono de burla, segundos antes de fijarse en alguien corriendo a un par de manzanas más allá—. ¿Qué te han quitado? —volvió a un tono más serio. 

—El bolso. Quesito. ¡Lo he perdido todo!

—¿Ese de allí? — señaló al fondo tras reconocer el leopardo que llevaba alguien bajo el brazo.

—¡Sí! ¡Deprisa!

Estaba preparado para salir corriendo.

—Mi Louis Vuitton... —dijo ella, haciendo como que se desmayaba y apoyaba la cabeza lentamente en el suelo, sobre un pañuelo de seda estirado—. Como mi madre se entere, ¡me enjaula!

—No se preocupe, lo recuperaré.

—Gracias quesito.

Y así fue como Soma, una vez más, había visto pospuestos sus planes de sábado por culpa de una emergencia.

*

Sábado, 8 de agosto de 2037
1 día antes de El Accidente

Hora VeintitrésWhere stories live. Discover now