Capítulo 17 - ¿A quién llama usted infiltrado?

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La reunión en la frutería de Laila la semana pasada nos había dejado a todos bastante desconcertados. El sistema de mensajería de El Loto llevaba paralizado desde el viernes, pero nadie sabía nada. La ciudad despertaba, otro día más, como siempre.

—Cojo el coche y voy a buscarte. Tenemos que ver qué hacemos con Jorge —se escuchaba decir a Nacho al otro lado del teléfono.

Conduciendo a 110 kilómetros por la diagonal, hay pocas cosas que necesites tener en mente sí o sí. Una son los pivotes de desvío instantáneo, que como bien indica su nombre, y colocados estratégicamente a ambos lados del arcén, lanzan una corriente electromagnética de signo contrario al del contrachapado del vehículo que se aproxime para inducir el cambio de dirección instantáneo hacia una calle superior o inferior. Otro imprescindible es tener en mente la localización de las líneas de recarga rápida pintadas sobre la calzada, que ofrecen un impulso extra en caso de combustible bajo. Y por último, siempre y cuando vayas a quedar con Belén, estirar bien fuerte las orejas para el seminario.

Nacho era un tío estupendo. Su madre biológica ya vaticinó que se convertiría en un chaval sensato, no muy común en su época. Sabía lo que tenía que decir, en el momento oportuno. Era contundente pero abierto al diálogo. Tímido pero elocuente. A lo largo de su vida se esforzó en no ganarse enemigos. Lo veía innecesario. Así, se pasó los cuatro años del grado de Arte Dramático sin soltar una sola bordería. A nadie. A la cara, claro. Delante de todos, era encantador. Con Belén era otra cosa. Había confianza.

El menor de los tres hermanos había sido seleccionado para formar parte del proyecto, aunque, en cierto modo, no desde la misma barrera que lo hacía Jorge.

Aparcó el cinco puertas en la plaza individual de párking público. Aquellos aparcamientos donde se excavaban cientos de metros bajo tierra habían quedado desfasados. Los del Consejo decían que la nueva fórmula de aparcamientos en vertical evitaba la erosión del terreno; aunque todos sabíamos que lo hacían para dejar espacio suficiente al aislante y así poder construir sus túneles de reacción nuclear bajo tierra. En su lugar, levantaron monstruosos twisters hacia arriba. Aun así era frecuente encontrar algún coche flotando a la deriva por las noches de algún despistado que no lo hubiera asegurado bien. La crecida del agua se lo debía pasar en grande la noche que tocaba jugar a los patitos en la gran bañera de El Loto.

—¡Ese tío wenooorro! —gritó Belén desde el balcón, entre el jaleo de platos y comandas del bar de abajo. Apoyada sobre la barandilla y con los pelos al viento azotándole en la cara, saludó frenética a su amigo y se metió hacia adentro para esperarlo en su puerta.

Ya juntos, subieron en el ascensor de neodimio a la última planta del bloque de pisos.

Treinta y dos plantas, y sólo once segundos de viaje.

El sol bailaba en todo lo alto. Los estragos del duro invierno eran ya recuerdo del pasado. El viento que patinaba sobre la cerámica de la azotea recogía el calor de las losetas y lo lanzaba contra los cuerpos de los dos jóvenes sentados. Apoyaban la espalda contra la pared trasera de la caja, la misma por la que habían salido y que ocultaba al ascensor de alta velocidad.

Con las piernas estiradas, la mente en blanco y los antebrazos del mismo color, de cara al sol, los dos respiraban hondo, sin hablar, como haciendo tiempo para que el otro empezara.

—¿Se lo has dicho ya? —rompió finalmente Belén el silencio.

—Aún no.

—Pff... Yo que sé tío. Tampoco creo que quede mucho para que nos digan de volver a casa —reconoció, mientras recogía las piernas y las abrazaba por las rodillas.

Hora VeintitrésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora