Capítulo 18 - Leer le hará libre

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Subí hasta la planta 32 y llamé a la puerta de su consulta.

—¿Qué haces aquí a estas horas? ¡Estás empapado!

—Me... ¿me dejas pasar?

—Jorge, cariño... tu hora ha pasado. Ya hablamos sobre esto.

Puse el pie para frenar el portazo, y sujeté yo ahora la puerta desde fuera.

—Amaia, necesito contarte algo. Es importante.

Suspiró y reflexionó unos instantes.

—Está bien, pasa. Pero no tengo mucho tiempo.

Me quedé mirándola en la entrada, abriendo una carpeta y preparando la ficha del día.

—Ya sabes el camino, cielo. Estoy contigo en un momentito —me dijo, sin ni siquiera mirarme a los ojos.

—Gracias —titubeé cabizbajo.

Sentía que no me recibía del mismo modo. Ella era siempre la que me aguantaba la puerta, me sonreía con los ojos, y luego me acompañaba hasta el salón. Me contaba qué significaba cada una de las pinturas que tenía colgadas en el pasillo hasta la sala. Una diferente cada día. Yo insistía en saber algo más de algún cuadro, cuando ya me los había contado todos. Luego entrábamos y dejaba mi chaqueta en el colgador. Ella me preguntaba si quería lo de siempre, y yo le respondía que sí. «¡Marchando! Un tiramisú de mango y un vaso de agua con gas». Me colocaba el diván mirando a la ventana, y antes de subirme al barco que me llevaría aquella tarde a pasear por una isla nueva, la esperaba a ella, apoyado en el minibar, para ver cómo encendía la chimenea y las velas aromáticas con tanta delicadeza. Batía la cerilla con glamour por el espacio y luego soplaba, acercando hacia sus labios la chispa que aún se resistía.

Sentí tristeza y vergüenza al mismo tiempo cuando llegué sólo a la sala. Dejé la chaqueta y la ropa mojada en una silla, y me cubrí las piernas con una toalla seca, la misma que alcanzó a darme Amaia cuando volví a la entrada en calzoncillos.

Aún con el torso desnudo, y la cadena mojada pegada a mi pecho, Amaia me tiró una manta para que me cubriese. Nos quedamos un rato sentados, mirando por la ventana el espectáculo de luces sobre el agua. Era de noche. El agua ya hacía un rato que había subido hasta el nivel de su cornisa, aunque era insuficiente para alcanzar la altura de la consulta e inundarlo todo. Las corrientes salpicaban, de vez en cuando, alguna gota sobre el cristal.

Comenzaba a sentir el calor de la chimenea eléctrica en mi espalda. Noté un cosquilleo.

—Buenas tardes Jorge. ¿Cómo estás?

—Vamos Amaia, que ya nos hemos saludado antes —se me escapó.

Pasaron 2 segundos de silencio hasta que rectifiqué.

—Lo siento.

—Qué es lo que sientes.

Aproveché su ayuda para remontar la cagada.

—Siento que estoy haciendo algo que quizás no debería.

—¿A qué te refieres?

—Estoy leyendo el diario.

Amaia contuvo el asombro. Ella sabía qué era ese libro. Ya le había hablado antes de él. ¿Sabía lo que escribí ahí dentro? ¿Hablaría de todo eso con ella, quizás, antes del coma? De cualquier modo, ella sabía que el día de El Accidente llevaba conmigo el libro, y que por alguna razón no volvió al hospital con el resto de mis cosas.

—Hace unos días lo recogí del suelo de mi habitación —traté de explicarme—. Cuando me desperté, después del Malibu Star... Me rallé tela. Yo no dejo mis libros así tirados, ¿sabes? ¿Lo cogería alguien? ¡Nadie sabía que lo tenía! Aquella mañana apenas pude pasar la portada. Estaba asustado. Pero la semana pasada... Digamos que tuve un mal presentimiento.

Hora VeintitrésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora